El hombre puede elegir porque Dios lo hizo libre, incluso alejarse. Rechazar lo que le salva; Dios ha elegido darlo todo para salvarle

Santiago Marcilla (†), agustino recoleto

Dios y sus planes de amor

Después de leer el fragmento evangélico, es fácil hacer una reconstrucción de la escena. Es de noche. En la penumbra de la alcoba se destaca una sencilla mesa. Más allá, una tinaja de barro. Enseguida, una ventana por donde llega el frescor de la noche con el aroma de los viñedos y el lejano ladrar de los perros. En un rincón parpadea una lámpara. Su lumbre proyecta sobre el muro los perfiles serenos de los amigos. Jesús explica y Nicodemo escucha atentamente. —Dios no mandó a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. Ésta es la nuez del relato, la verdadera revelación de la Palabra de Dios como buena nueva: Dios tiene designios de paz, proyectos de perdón, planes de amor. Toda la historia sagrada está tejida con la lanzadera del amor. La creación del mundo y la redención del hombre son dos grandes y sonoros besos de amor. Dios, que habita una luz inaccesible —como leemos en 1 Tim 6, 16—, comenzó a dejarse ver por sus obras, en un lenguaje comprensible y cercano. Y el hombre pudo barruntar su presencia en las auroras claras, en los bosques densos, en los brotes blandos del almendro florecido. Como un volcán eternamente activo, el corazón de Dios rebosa amor. Y este amor comenzó a bajar por las laderas de la historia con visitas sorprendentes. Dios se metió en nuestro pueblo con una fila interminable de mensajeros, de profetas y de santos, que nos advertían de nuestros yerros e ingratitudes. Con ser Dios bueno, su soberanía hacía temblar al hombre, cuya naturaleza se repliega ante lo sagrado y desconocido.

Jacob, al salir de aquel sueño en que ve a Yahvé sobre la escala, exclama: “Este lugar es terrible”. Los judíos temían la cercanía de Dios: “Que no nos hable Dios, que moriremos”. Y ¡cuántos personajes del Nuevo Testamento, al constatar la irrupción de lo sobrenatural, “se llenan de temor”! Es claro que el hombre tiende a “temer a Dios”. Nos preguntamos: ¿Porque castiga? ¿Porque es un Dios que condena? Nada de eso. Dios nos ama tanto, que en el colmo del amor nos envía a su propio Hijo, para que, creyendo en Él, tengamos la vida eterna.

Jesús y el Padre

Por eso, Cristo se llama “Jesús”, porque salva. Por eso, los cristianos aludían al Señor con el queridísimo símbolo del pez (ijcús) cuyas letras expresaban la verdad más honda y querida de la fe: Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador. La curiosidad, el temor, el deseo son etapas previas, por las que Dios, con suma arte y exquisita pedagogía, nos va conduciendo al amor. Y Jesús es su mejor revelador. Nunca podríamos aplicar el refrán con mayor propiedad: “De tal palo, tal astilla”. En Jesús, Dios es el “padre” del hijo pródigo y del hijo egoísta y endurecido; es el “buen pastor” que va tras la oveja perdida; es el “médico” que viene a curar a los enfermos; es el que “se distrae” ante el pecado de la adúltera, “se enternece” ante la Magdalena y “busca” a la samaritana. Es, en fin, “el que da un banquete” para todos, incluidos los vagabundos y andrajosos. En este contexto escuchamos también el pasaje de san Pablo que inspiró la segunda encíclica del Papa: “Dios, rico en misericordia, por el amor con que nos amó, estando muertos por el pecado, nos hizo vivir para Cristo; por pura gracia nos salvó”.

Jesús elevado

No podemos olvidar que el evangelista san Juan utiliza la narración de la serpiente porque ilustra proféticamente lo que sucede en la “elevación” del Hijo del hombre en la cruz. Esta palabra no significa sólo ser levantado en la cruz, sino también ser elevado a la derecha del Padre. Por eso, la podemos traducir también como “exaltación”. San Juan ve en la crucifixión, y no después de ella, el momento culminante de la vida de Jesús, la “hora” de su glorificación, su “Pascua” de este mundo al Padre. De esta exaltación viene la salvación: “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”.

Y esto es así porque conocemos el plan de Dios, cuyo objetivo, dominado por el amor, no es otro que dar la vida a los creyentes y glorificar con ello a su Hijo. Y volvemos a la pregunta: entonces, ¿todos se salvan? ¿Dios no condena a nadie? Y la respuesta del Evangelio es: “El que cree en Él no será condenado. El que no crea ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios”.

Son muchísimas las veces que uno oye, entre perplejo y sorprendido, la queja tan sabida: “¿cómo puede ser Dios bueno y dejar que alguien se condene?” Pues así es. Dios es tan bueno, que es posible el infierno, pero no porque Él mande allí a nadie (¿cómo va a olvidar un padre al hijo de sus entrañas?), sino porque el mismo hombre rechaza la salvación que Dios le brinda. La condenación no es otra cosa sino el rechaza voluntario de la elección de Dios; no querer dejarse rodear por los brazos salvadores del Padre. Y, naturalmente, Dios nos quiere hasta ese extremo; nos respeta tanto, que permite que nos marchemos de casa, porque no podríamos ser tampoco felices junto a Él a la fuerza.

Diez súplicas de Dios

El amor no se impone; a lo más, se suplica. Por eso, los mandamientos, desde esta óptica, bien podrían llamarse las “diez súplicas de Dios”, súplicas conmovedoras de un Dios que necesita ser amado. Para salvarse, pues, hay que creer. Pero la fe no sólo es hija de la inteligencia; tiene que ver también con el corazón. Alguien ha dicho que creer (en latín “credere”) viene de “cor dare”. Dar el corazón es entregar la persona entera. Y una cosa es hablar de fe (lo hacen los teólogos) y otra, hablar desde la experiencia de fe (lo hacen los místicos y casi siempre en poesía). Confucio decía: «Quien habla mucho del TAO no sabe lo que es, y quien sabe lo que es no habla (no sabe hablar) de él».

Pidamos al Señor que más que tener fe, la fe nos tenga y podamos creer y amar a Dios como Él espera y Él mismo nos ama. Así sea.

Jesús enseña a Nicodemo. Crijn Hendricksz Volmarijn

Nicodemus visits Jesus at night (John 3, 1 – 21). Wood engraving by Julius Schnorr von Carolsfeld (German painter, 1794 – 1872), published in 1860.