En este Jueves Santo ofrecemos a los visitantes de este sitio partes importantes de un sermón del agustino recoleto san Ezequiel Moreno (1848-1906), obispo de Pasto, en Colombia, con el fin de ayudarles a vivir en clave cristiana el misterio de amor de Cristo.
Os he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis (Juan 13,15).
Yo no he hecho otra cosa al lavar los pies a esos pobres que imitar lo que Jesucristo hizo con sus discípulos. Os habéis agolpado para ver lo que hacía y habéis observado todo con la mayor atención. Pues bien, ahora os pido esa misma atención para escuchar la explicación que intento daros, exponiendo el grandioso pasaje del evangelio y señalando las enseñanzas de caridad y humildad cristiana que Jesucristo nos da.
La letra del evangelio que hemos oído empieza con una entonación tan sublime y elevada que nos descubre desde luego lo grandioso del acto que va a realizar Jesucristo para darnos ejemplo.
Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo (Juan 13, 1).
¡Qué conceptos tan elevados entrañan esas palabras! No pueden leerse sin que el alma se sienta conmovida y experimente algo como celestial y divino. Todo lo abraza el evangelista. Expresa el tiempo. Antes de la fiesta de la Pascua. La tarde del jueves; la víspera del día festivo de la Pascua de los ácimos, en la que se inmolaba el Cordero Pascual recuerdo de la salida de Egipto. Determina el perfectísimo conocimiento que tenía Jesucristo de que era llegada su hora de partir de este mundo al Padre. Declara el gran amor que había tenido Jesucristo a los suyos y hace resaltar la extensión de ese mismo amor con estas palabras: Los amó hasta el extremo.
¡Oh, palabras llenas de misterios! El alma cristiana tiene en ellas un espejo fiel de la ardentísima caridad de Jesucristo. Son esas palabras la declaración de su cariño inefable; son la expresión de los incendios de amor en que se hallaba abrasado su corazón divino; son como el aliento mismo de su alma benditísima, dispuesta a entregarse por la redención del mundo y a sufrir toda clase de tormentos y la misma muerte.
No es posible ponderar debidamente ese amor de Jesucristo a los suyos. Sabía el divino Salvador todo cuanto dentro de pocas horas le había de suceder. Conocía la traición de Judas, la negación de san Pedro, el abandono de los discípulos, la ingratitud de los judíos, las angustias de su santísima Madre, las penas inauditas que él había de sufrir en su cuerpo y en su alma. Parece que solo debieran preocuparle esas cosas, todas terribles, pero no es así; le preocupan solo los hombres. Nunca más amable con ellos que entonces. Durante la vida les manifiesta un amor grande; próximo a la muerte, les declara un amor eterno: “los amó hasta el fin”. Entonces es cuando les da una prueba de ese amor, que no les había dado durante su vida, y a todos nosotros el ejemplo admirable de una humildad que no tiene otro nombre que este: inefable.
Yo contemplo a Jesucristo celebrando con sus apóstoles la cena del Cordero Pascual que tan bellamente lo representaba. Él se veía a sí mismo figurado en aquel inocente animal. A la misma hora se comía el cordero en las casas de los judíos con iguales ceremonias. ¡Ciegos! no sabían que el Cordero de Dios estaba en medio de ellos. El diablo se había apoderado ya del corazón de Judas para vender a su Maestro. Este lo sabía y sabía además que el Padre había puesto en sus manos todas las cosas, esto es, el mundo perdido por el pecado, el mundo reparado luego por la gracia, y el reino eterno y dominio en el cielo, en la tierra y en los abismos; sabiendo todo esto y que habiendo salido del Padre por un acto de amor a Él iba a volver por otro la caridad. Concluida la cena legal y antes de instituir la cena eucarística, entonces se levanta de la mesa, deja sus vestidos, toma una toalla y se la ciñe.
Jesucristo el Hijo de Dios pone agua en un lebrillo y en medio del silencio y asombro de sus discípulos empieza a lavarles los pies. ¿Qué es esto? ¿Os asombráis, cristianos? Pues voy a quitaros el asombro con estas palabras de san Agustín:
¿Qué admiración puede causar el que echara agua en el lebrillo para lavar los pies de los discípulos aquel que derramó su sangre en la tierra para lavar con ella la inmundicia de los pecados?
Llegó, pues, a Simón Pedro. Aquí Jesucristo va a dar con una piedra que hará salir chispas de humildad divina. Pedro va a resistir, pero esa resistencia honrará al discípulo y al Maestro. Van a luchar dos humildades, y las dos saldrán vencedoras de la resistencia de Pedro. Éste nos enternecerá; Jesús, como siempre, nos edificará y enseñará.
En efecto, Pedro viendo que Jesucristo se dirige a él, lleno de estupor y como fuera de sí dice: Señor, ¿lavarme tú a mí los pies? Tú, que eres la Santidad por esencia, ¿quieres lavar los pies a mí que soy ruin y miserable pecador?
Jesucristo sin detenerse un punto, mira a su discípulo y con voz serena, pero firme, le dice: Lo que yo hago tú no lo sabes ahora. Lo sabrás más tarde.
No alcanzaba tanto el príncipe de los apóstoles; veía a su Maestro a sus pies, y, aunque debía aquietarle lo que le había dicho, dejándose llevar de su carácter impetuoso, le responde: Nunca me lavarás los pies. San Agustín dice que sus palabras proceden solo de su fe suma, de su temor, humildad y amor a Jesucristo.
Batallaban aquí dos humildades, y era preciso que venciera la más grande, la más poderosa, la de Jesucristo que, respondiendo a Pedro, le dice: si no te lavare, no participarás en mi compañía, no serás de mi colegio, puedes marcharte cuando quieras, tus redes te aguardan, tu barca te espera. Yo quería que fueras pescador de hombres; te había escogido para piedra fundamental de mi Iglesia; pero ya lo sabes, si no te lavo, ni serás pescador de hombres, ni piedra de la Iglesia, ni de los míos, ni nada.
¡Oh, dulce y amoroso Maestro mío! Yo quería evitaros un acto de humillación ante mí, pero conozco que soy ignorante, que no comprendo el misterio y por eso he actuado neciamente; pero si tan cara me ha de costar la resistencia, vedme aquí confuso, arrepentido y sujeto a lo que dispongas; dejarte a ti y tu compañía, jamás; separarme de ti, nunca. ¿A dónde iría? ¡Ah! Señor. Aquí estoy rendido a vuestra voluntad soberana. Señor, ahora soy yo el que ruego y suplico: Lávame no solo los pies, sino también las manos y la cabeza…
Después que les hubo lavado los pies, y hubo tomado su ropa, volviéndose a sentar a la mesa les dijo:
¿Sabéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis Señor y Maestro y decís bien, porque lo soy. Pues si yo el Señor y Maestro os he lavado los pies, vosotros también debéis lavar los pies los unos a los otros.
¿Quién no seguirá el ejemplo de Jesucristo? ¿Quién no se ejercitará en obras de humildad y caridad para imitarle? ¡Oh, qué fuerza ha tenido ese ejemplo de Jesucristo para muchas almas! La doctrina de Jesús, enseñada en el cenáculo con su ejemplo, ha suscitado innumerables almas heroicas y generosas que, convencidas de que cuanto más se humillen ante el mundo más se elevan delante de Dios, no han cesado de imitar el ejemplo del Salvador consagrándose a servir al pobre, al necesitado, al enfermo, a todos los afligidos por la desgracia. Y jamás faltarán en este mundo esas bellezas del catolicismo, esas almas que imitan al Salvador; antes faltarían, como dice el apóstol, las profecías, los milagros, el don de lenguas, que dejasen de existir ejemplos de caridad cristiana. La caridad nunca desaparecerá.
Pero no admiremos solo a esas almas grandes y hermosas que, a imitación de Jesucristo, son humildes y caritativas para con sus semejantes; seamos también humildes y caritativos; y si la carne se resiste, porque nuestra alma no está limpia, el humilde Jesús, el caritativo Jesús, está dispuesto a lavarnos. Necesidad tenemos de que Jesucristo lave y limpie nuestras culpas. Él sabe quién está sucio. Aquí, aquí nos dice también como en el cenáculo: vosotros estáis limpios, pero no todos.