Conocer a Jesús, aceptar la realidad de la muerte, creer y esperar la resurrección y compartir la vida

Santiago Marcilla (†), agustino recoleto

Buscar seguridad

Freud, uno de los tres padres de la sospecha, repetía que cada hombre necesita, absoluta e irremediablemente, seguridad y satisfacción. Buscamos y perseguimos por todos los medios, en todos los caminos, bajo todas las formas, estar seguros y satisfechos. Existen muchas formas de seguridad e innumerables clases de satisfacción.

Para un niño: los brazos de su madre, un juguete, una golosina. Para un adulto: la autoimagen, el cumplimiento del deber, la experiencia, el amor o la embriaguez. O una mansión rodeada de guardianes y sistemas de seguridad.

Ser persona, y mucho más ser cristiano es el resultado de cambiar unas satisfacciones por otras más elevadas y perfectas. De avanzar sobre el riesgo de ciertas seguridades hacia otras más interiores y definitivas.

Querer conocer a Jesús

Hablaba Cristo a la gente por las calles de Jerusalén. Algunos griegos, venidos a celebrar la fiesta, gentiles, pero simpatizantes del Señor, desean conversar con Él. Se acercan a Andrés y Felipe, quizá porque, aunque sean oriundos de Betsaida, llevaban un nombre griego, quizá porque les eran conocidos. Los dos apóstoles le expresan a Jesús aquel deseo y, entonces, el Maestro les habla de este modo: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, permanece infecundo; pero si muere, da mucho fruto». Conoce Jesús que la suerte está echada y que ha llegado su hora, la hora de su exaltación, de su muerte y de su gloria, la hora del juicio contra Satanás y su ralea y la hora del perdón para cuantos crean en Él.

No es fácil aceptar la muerte. No entra en los cálculos de los hombres, a pesar de saberlo. Porque nos despoja de cuanto tenemos y amamos. Lo expresaba de forma magistral aquel humorista empedernido que se llamaba Tono. A punto de expirar, se despedía de sus amigos así: «Perdonadme que no os acompañe hasta la puerta, pero es que esto de morirse es una lata».

Por la dificultad de entender el misterio de la muerte, Jesús emplea esa corta parábola. Jesús es el sembrador y la semilla. Su predicación, sus palabras, sus milagros, sus obras quedarán sepultados en su muerte, en el silencio de la cruz y del sepulcro. La muerte parecerá ser la respuesta que invalide su doctrina y haga inútil su vida entera. Pero sólo así resucitará para salvación de todos. Quien ha venido a dar vida abundante a todos, no dudará en dar la suya por la vida del mundo. Aceptando la muerte, vencerá sobre la muerte.

No le es fácil al hombre contemporáneo creer en la resurrección porque no acepta la muerte. No le gusta hablar de ella, ni la pronuncia, al igual que ocurre con las enfermedades incurables. Trata de marginarla de su cultura de bienestar, confinándola en complejos funerarios, fuera de la gran ciudad, lejos de su vista.

Ahora, a los niños se les explica todo sobre el origen maravilloso de la vida, pero nadie se atreve a iniciarlos en el misterio de la muerte. Decidme a cuántos niños habéis visto en un funeral cristiano. Son muchos los padres que cuando el niño pregunta a dónde se ha ido el abuelo, sienten el mismo malestar o mayor que antes cuando preguntaban cómo venían los niños al mundo.

¡Cuánto esfuerzo por retrasar la muerte, por ignorarla, por apartar lo que nos puede recordar su cercanía! Todo el mundo quiere aparecer joven, fuerte, agresivo, invulnerable. Se añora la juventud, la salud y la fuerza, porque creemos encontrar en todo ello una protección contra lo irremediable: la vejez y la muerte.

Vida para compartir

Cuando uno escucha a Jesús hablar así de claro, ha de dejar a un lado los autoengaños ilusorios y caer en la cuenta de aquella observación tan certera de D. Sölle: «El hombre no vive sólo de pan, muere también de sólo pan». Quien no está dispuesto a morir, a dar la vida, está predispuesto a matar, a quitar la vida y a no dejar vivir en paz a nadie. Porque sólo hay dos maneras de vivir: o entendemos la vida como un botín, que hay que disputar a todos en despiadada competencia, caiga quien caiga, porque sólo interesa mi vida y la de los míos —quien así piensa, es claro, al morir, pierde su vida—; o entendemos la vida como una comunión, en la que hay que compartir y repartir para que todos puedan vivir. Y entonces, el que así piensa y vive, al morir, no pierde la vida, sino que la da.

Éste es el caso de Jesús, que aprendió, sufriendo, a obedecer y llegado el momento de la verdad, supo enterrarse en el surco de la cruz como una semilla generosa, para convertirse en autor de salvación eterna y en cosecha abundante de vida para cuantos creen en Él y le obedecen.

¡Cuántas manos sin cicatrices, perfectamente inútiles! ¡Cuántos valores escrupulosamente custodiados, estériles para la vida eterna! Nos enseña el Señor el arte difícil de la buena siembra, el aborrecimiento de uno mismo para que se haga presente su vida y su victoria en la comunión, para que sepamos entender el misterio de la entrega y de la cruz y aprendamos, por medio del servicio y de la obediencia al Señor, a imitar a Jesús, fuente de vida y espiga de resurrección.

En esta antesala de la muerte del Señor, cuando vivimos unos momentos históricos tan ambiguos, marcados por tantos signos de derrota y confusión —la proliferación de leyes claramente inmorales, el compadreo con los terroristas para ganar puntos en la estima social, la cultura del botellón como ideal del joven español posmoderno, la espera de la Semana Santa como una oferta de ganga vacacional, y tantas cosas de este tenor—, se hace irremediablemente urgente rezar con el salmista e identificarnos con el alma cristiana de los santos, pidiéndole a gritos a Dios: «Por tu misericordia, Señor, borra mi culpa, limpia del todo mi pecado; crea en mí un corazón puro; devuélveme la alegría de tu salvación; no me quites tu santo espíritu».

El día 28 de marzo, viniendo de Sos del Rey Católico, entré en el monasterio de La Oliva y, por unos momentos, me uní a un grupo de personas mayores que venían de Castellón y escuchaban a un monje explicaciones del lugar. Cuando el guía les dijo que en el coro donde se hallaban entonces, ellos comenzaban a rezar a Dios a las 4:30 de la madrugada, una señora, con toda espontaneidad, le dijo: «¡Son ustedes unos santos!». Quise entender, sin descender a matices, que todo lo que mortifica por el motivo que sea, lo que no es dar gusto al cuerpo, lo que significa ir contra la corriente de la comodidad y hacer algo distinto de lo normal, pasa por extraordinario y noble. Pues bien, de eso se trata, de seguir a Jesús, de servir al Señor, de dar mucho fruto enterrándose como la semilla en el surco del amor diario. Y eso no es cosa sólo de los monjes, sino de todos los cristianos. Así sea.