El santo obispo de Pasto (Colombia), Ezequiel Moreno, pronunció el siguiente bello sermón teniendo en cuenta el evangelio de Marcos 16,1ss, en el que destaca la honda inquietud de Magdalena para buscar-encontrar a Jesús, movida por su profundo amor.
Las santas mujeres
Pasado el sábado, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús (Marcos 16,1).
Las santas mujeres permanecieron quietas el sábado de acuerdo con la prescripción de la ley según san Lucas. Podemos imaginarnos cuál sería su impaciencia y cuánto desearían que pasara el sábado para dar rienda suelta a su piedad. Habían ya comprado aromas para embalsamar el cuerpo de Jesús como se desprende del principio del evangelio de este día.
Habían visto esas mujeres que José de Arimatea había gastado cien libras de mirra y áloes en embalsamar el cuerpo de Jesús, pero eso, aunque era mucho, no satisfacía a su amor porque el amor, en primer lugar, nunca dice basta; y en segundo, no se contenta con los obsequios que otros hacen al amado. Querían ungir a Jesús ellas mismas con sus propios aromas. Ya prevenidas con los aromas, dice el evangelista que “salieron muy de mañana el primer día de la semana”: entonces era el domingo.
Absortas en Jesús, objeto de su amor, y pensando solo en tributarle el obsequio que habían determinado, no se les había ocurrido que pudiera presentarse dificultad alguna; en el camino es donde se acordaron de que el sepulcro estaba cerrado con una gran piedra, que ellas no podrían levantar por lo pesada, y entonces se hicieron esta pregunta que trae el evangelio: “¿Quién apartará la piedra que cierra el sepulcro?”.
Seguid, piadosas mujeres, seguid, que la piedra está ya quitada. ¿Quién la había quitado? No lo dice el evangelio de hoy, pero nos lo dice el evangelista san Mateo con estas palabras:
Hubo un gran terremoto, un ángel bajó del cielo y acercándose al sepulcro quitó la piedra. Era su rostro como el relámpago y su vestidura blanca como la nieve. Los guardias se estremecieron y quedaron como muertos.
Las mujeres no sabían lo que había sucedido en el sepulcro y, despreciando la dificultad que les había ocurrido, siguieron y, como dice el evangelista de hoy,
encontraron la piedra quitada, que era muy grande”. Y entraron al sepulcro y encontraron un joven sentado a la derecha vestido de ropa blanca y se asustaron. Mas él les dijo: no temáis; buscáis a Jesús Nazareno el Crucificado; resucitó, no está aquí. Mirad el lugar donde lo pusieron. Id, decídselo a los discípulos y a Pedro.
¡Oh, qué hermoso lenguaje! ¡No temáis!… Como si les dijera: ¿por qué habéis de temer vosotras que buscáis a Jesús, y a Jesús crucificado? Teman los que no le buscan; teman los que le buscan para crucificarlo; teman los que tenían empeño de que estuviera siempre en el sepulcro, pero, vosotras, ¿por qué habéis de temer? ¡Ah, vosotras, que lo buscáis con buen deseo, con cariño, con amor, no temáis! ¡Alegraos, porque ese Jesús a quien amáis tanto ha resucitado!
María Magdalena
La Magdalena fue la primera que llegó al cenáculo a llevar la noticia a los apóstoles. Parece que no llegó al sepulcro con las otras mujeres ni vio ni oyó al ángel, sino que al ver el sepulcro abierto se volvió para avisar a los apóstoles. Así se explica que al llegar al cenáculo dijera estas palabras: “Se han llevado al Señor del sepulcro y no sé dónde lo han puesto”.
Después de este aviso se volvió como volando al sepulcro. Pedro y Juan la siguieron. Ambos iban corriendo, pero Juan corrió más aprisa que Pedro y llegó el primero.
Y habiéndose inclinado vio los lienzos en el suelo, pero no entró. Llegó tras él Simón Pedro y entró y vio los lienzos en el suelo y el sudario que habían puesto sobre la cabeza de Jesús, no junto con los demás lienzos sino separado y doblado en otro lugar. Entonces el otro discípulo que había llegado el primero entró también.
Habéis oído el relato que hace san Juan de ese episodio.
Los dos discípulos, sigue diciendo el mismo san Juan, volvieron a su casa; y María Magdalena estaba fuera llorando cerca del sepulcro. Estando así llorando se inclinó a mirar al sepulcro y vio a dos ángeles vestidos de blanco sentados uno a la cabecera y otro a los pies donde estuvo colocado el cuerpo de Jesús. Dijéronle ellos: mujer, ¿por qué lloras? Les respondió: porque se han llevado de aquí a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto.
¡Oh conducta admirable! Llora la Magdalena y se inclina para ver el sepulcro, y mira y vuelve a mirar, porque no basta una mirada al que ama mucho, cuando busca lo que ama. Vio, por fin, los ángeles; pero ¿qué importan a Magdalena los ángeles con sus vestiduras blancas y sus resplandores? No son lo que ella busca: Busca a Jesús y los ángeles no son Jesús, por más hermosos que sean. Inútil es que la traten bien y le pregunten con cariño: ¿por qué lloras? Ni las atenciones ni la aparición de esas bellezas angélicas la distraen de su pensamiento. Otras almas menos amantes de Jesús se hubieran entretenido en contemplar aquellos seres extraordinarios y hermosos, pero ella no se entretiene; no hace caso, y llora y busca, porque su Jesús no estaba allí.
¡Ah, verdaderamente hay que buscar a Jesús así, como la Magdalena! Hay que llorar de pena el haber perdido a Jesús, y buscarle llorando con preferencia a todo, aun a los mismos ángeles por bellos que sean. Sí, ¡Salvador mío! Así hay que buscarte. ¿Cómo perderos sin sentir un dolor intenso y acerbo? ¿Cómo no padecer desolación no logrando encontraros? ¿Quién podrá nunca reemplazaros en el corazón? Y ¿cómo no buscaros llorando?
La Magdalena, como que presiente ya la cercanía del que buscaba, vuelve la cabeza y ve a un hombre que le dice:
Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Suponiendo ella que fuese el hortelano le dice: Señor, si tú le has quitado, dime donde lo has puesto, y yo me lo llevaré.
¡Oh, qué hermoso es esto! Confieso que nunca lo puedo oír ni leer sin sentirme profundamente impresionado. Señor, le dice al que cree campesino siendo ella gran señora del país; el amor le hace tratarlo así para ganárselo y le muestre al que ama. Le pregunta por Jesús, pero no se lo nombra porque no puede suponer en su amor que el hortelano no comprenda de quién le habla, ni que no piense en Jesús como ella. Además, pretende llevarse a Jesús. ¿Cómo? ¿Una débil mujer? Ella ¿tomar un cadáver y llevarlo? Sí, el amor no teme y cree poderlo todo. El amor de Magdalena hubiera podido, en efecto, cargar y llevar el cadáver de Jesús porque el amor es fuerte como la muerte, y porque Jesús es el que lleva a los que a él se abrazan con amor.
Jesús, por fin, se ve vencido, cede y se manifiesta: una sola palabra pronuncia para darse a conocer, pero ¡qué palabra! ¡María! Con una palabra se dice todo. Jesús junta en esa palabra todas las luces de la revelación, todas las llamas del amor, todas las ternuras de su corazón amante, todas esas cosas las experimenta, las siente el corazón de la Magdalena y ese corazón, al contestar ¡Maestro mío!, manda también amor, ternura, cariño, todo lo que es bello y santo. Pero a Magdalena no le basta esa palabra, aunque tan llena, ni le basta ver a Jesús, quiere abrazar a Jesús, poseer a Jesús, y se arroja a sus pies y extiende hacia él sus brazos. Pero Jesús le dice “no me toques”.
¿Qué pasa por Magdalena al oír esto? ¿Disminuye su amor? No; la prohibición no fue para que disminuyera, sino para que aumentara, y fue también prueba de que su amor estaba bien arraigado y de modo que no necesitaba ya de esos consuelos sensibles. Lo cierto es que es la favorecida con la primera aparición, la primera a quien consuela aquel sin que de nadie se dejara vencer en delicadeza y generosidad.
La Magdalena, después de la visión, corrió radiante de felicidad a decir a los discípulos: “He visto al Maestro”.
Buscar a Jesús
Es preciso que busquemos a Jesús como lo buscaron María Magdalena y las otras Marías en la mañana de la Resurrección. Y ¿puede ser otra la ocupación de la vida? ¿Buscar a Jesús no es buscar lo que necesita nuestro corazón? ¿Buscar a Jesús no es el fin más noble y hermoso? Busquemos, pues, a Jesús como las santas mujeres, pero para encontrarlo en la alegría de la Resurrección, es preciso que, como ellas, le acompañemos antes en las amarguras de la Pasión.
Solo así podemos aspirar a las positivas alegrías de la Resurrección; solo así es como podemos entonar alegres el aleluya de Pascua. Aleluya es cántico de triunfo, y no hay triunfo sin lucha.
¡Ánimo! El ángel dijo a las mujeres: “Resucitó, no está aquí”. Yo os puedo decir con igual verdad: “Resucitó, por eso mismo está aquí”, en su Iglesia, aquí en nuestros templos, en el sacramento para ser nuestro alimento, nuestro consuelo, nuestro guía, nuestro rey.
¡Ánimo! Hay noches de luto y soledad, pero hay auroras risueñas y de aleluya. ¡Ánimo! Hay pasión temporal, pero hay Pascua eterna. ¡Ánimo! ¡Gloria a Dios! Hay un rato de trabajo aquí en la tierra, pero es compensado con la aleluya eterna del cielo, que os deseo a todos. Amén