Dieciocho años pasó la hermana Ángeles García Ribero (1905-1980) en la misión de Kweiteh/Shangqiu, después de haber dejado la vida contemplativa y entregada por entero a la misión de atender y querer a las niñas huérfanas.

El día 9 de diciembre de 1905 nació en La Zubia (Granada) Ángeles García Ribero. Desde muy niña entendió que ella era un regalo que Dios quería para ponerla al servicio  de su obra. Ingresó a la vida contemplativa en el monasterio Corpus Christi de las Agustinas Recoletas, en Granada, su tierra natal. El 21 de junio de 1927 emite la profesión solemne, pero su corazón estaba hecho para algo más grande y no podía quedar entre las cuatro paredes de su monasterio; quería vivir y morir para los demás.

Monseñor Francisco Javier Ochoa, agustino recoleto, prefecto apotólico de Kweiteh, que posteriormente fundaría la Congregación de las Misioneras Agustinas Recoletas, viendo las necesidades de la misión, viajó a España para buscar en  los conventos de clausura de las Agustinas Recoletas, misioneras que libre y voluntariamente quisieran ir a China a servir  y ayudar a las niñas huérfanas de Kweiteh. La hermana Ángeles escuchó la invitación que Ochoa les hizo y la acogió en su interior.

A los veinticinco años, después de orar a Dios y dirigir su mirada a la Madre del cielo, escribió: “Yo, sor María Ángeles de San Rafael, de veinticinco años de edad, me ofrezco voluntaria para ir a la misión de China, si es ésta la voluntad de Dios”.

Del mismo monasterio del Corpus Christi se presentó como voluntaria la hermana Carmela Ruiz de San Agustín. La tercera hermana voluntaria fue Esperanza Ayerbe de la Cruz, del monasterio de la Encarnación, en Madrid capital. Las tres monjas contemplativas, previa autorización de la Santa Sede, dejaron la clausura y sus amados conventos para embarcarse en una obra misional, movidas por las necesidades humanas y apostólicas de la misión en Shangqiu. Estas tres mujeres valientes y arriesgadas serían cofundadoras de la actual Congregación de Misioneras Agustinas Recoletas.

Ángeles, estuvo en la misión de Shangqiu, Henan, China por espacio de 18 años. Tuvo que dejar China  a causa de la guerra chino-japonesa. Estos años en la misión china marcaron su vida     para siempre. Entendió desde su llegada que Dios la quería para la misión; no se guardó nada para ella, supo sortear las dificultades propias de una cultura, un idioma y unas costumbres muy distintas a la suya. No se rindió en los momentos de dificultad, al contrario, supo sortear cada momento, cada circunstancia; aun con las limitaciones propias del lugar se mantuvo fuerte, llevando adelante la obra encomendada.

Era mucho el trabajo en la Iglesia de Kweiteh; el principal era   el cuidado de las niñas abandonadas. Ella supo llegar al corazón de estas niñas y jóvenes a las que preparaba para ser futuras catequistas que más adelante ayudarían en la misión.

Las miraba con amor, confiaba en que ellas podrían llegar muy lejos y, sin saberlo ni imaginarlo, así sucedió. Hoy sigue la Congregación de Misioneras Agustinas Recoletas escribiendo su historia, gracias a esta mujer  fuerte y valiente, que no tuvo miedo, que confió en la acción del Espíritu y que Dios siempre estaría a su lado, pues le estaba confiando una misión muy importante; solo sabía que Dios sería el Capitán de ese barco al que ella había aceptado subir.

Todo lo que vivía y que era inesperado para ella, todas las dificultades las fue convirtiendo en recursos para sacar adelante los planes de Dios. Siempre mantuvo la ilusión por la misión a pesar de haber quedado sola -sin la compañía de Esperanza y Carmela– por algo más de diez años con sus amados chinitos y con sus hermanos Agustinos Recoletos a los que quería entrañablemente y veía como santos misioneros, y a los que guardó eterna gratitud por el amor y cariño con que fueron cuidadas y ayudadas tanto material como espiritualmente, sobre todo en los momentos más difíciles de la misión.

Ángeles, a través de su mirada tierna y sensible, aprendió a curar muchos corazones heridos por el hambre, la pobreza, la injusticia, el dolor. El idioma mandarín en sus comienzos fue  una barrera que le impedía entender lo que ellos querían expresar, pero no se amedrentó, sino que con su bondad y paciencia se convertía en bálsamo para sus vidas; sus gestos, sus abrazos, su  sonrisa, su amor, su cariño, suplía la deficiencia de la comprensión del idioma.

En estos años de misión en China cada momento de su vida fue una   oportunidad para ayudar, para hacer el bien, para acercar a los otros a Dios. No era su preocupación cosechar y recoger frutos,  sino sembrar semillas de amor de Dios en cada personita que llegaba al    convento, o a los que visitaba en sus casas, o a los que encontraba en los caminos. Sembró y sembró, y hoy, después de tantos años de dejar su labor de siembra al salir de China, hay varias jóvenes que, como ella, siguen entrando a formar parte de la vida religiosa como misioneras agustinas recoletas en China y que quieren seguir llevando semillas de caridad, alegría, sencillez y sobre todo de esperanza a tantos seres humanos que aún no conocen ni han experimentado en sus vidas el regalo de saber que tienen un Dios Padre, que los ama con ternura infinita.

La hermana Ángeles, a través de su vida entregada en la misión, llevó a los chinitos y chinitas a experimentar el rostro materno de Dios, haciéndoles saber que ellos no estaban huérfanos, que tenían una madre, la Virgen María, que les cuidaba y les amaba tal y como ellos eran.

Realmente puede decirse que la hermana Ángeles estaba comprometida con la misión que Dios  había puesto en su corazón, en su mente, en sus manos, en sus pies, en todo su ser. Quiso ser     útil al proyecto de Dios.   Su pasión, su energía, su mirada, fueron para las personas que Dios puso en su camino. Entendió que Dios estaba en cada una de ellas y gastó su vida por ellas.

Tuvo que salir de la misión de China en 1940, pero adonde fue enviada y los lugares por donde pasó dejó huella del  amor de Dios y, por eso, se la recordará siempre y seguirá siendo ejemplo de servicio y entrega  sin límites.

Ángeles, después de una incansable entrega y servicio a la misión, entrega santamente su alma a Dios en Granada, el 12 de diciembre de 1980. Por el cariño que su pueblo natal le mostró desde siempre, piden que sus restos queden en el cementerio de Gabia  Grande (Granada, España).