Lecturas: Levítico 13,1-2.44-46; Salmo 31: Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación; 1 Corintios. 10,31-11,1: Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo; Marcos 1,40-45: La lepra se le quitó y quedó limpio.
Por Tomas G. Ortega González
La liturgia de este domingo nos regala una de las escenas más “rompedoras” del Evangelio de Marcos, y es que tenemos a un Jesús que aparentemente rompe con algunas de las leyes rituales y sociales más fuertes del mundo judío, ruptura que además implica un desplazamiento de personajes: mientras que el leproso regresa a la sociedad, Jesús se ve obligado a salir de ella. Con esta escena también se cierra el capítulo primero de Marcos, un capítulo dedicado al inicio del ministerio de Cristo, en el que encontramos las líneas maestras de la misión del enviado del Padre: predicación del Reino de Dios, misión itinerante, curaciones y exorcismos como signos que corroboran la predicación y la oración.
Una ley contra la impureza y el pecado
El libro del Levítico contiene una serie de normas y mandatos acerca de cómo se debían tratar las enfermedades, en el sentido ritual, no médico, puesto que no ofrece tratamiento para ellas ni posibles curas, sino que simplemente indica que algunas de ellas incapacitaban para participar en el culto y en la vida cultual; una de estas enfermedades es la lepra. Pero es que además las consecuencias de la incapacidad cultual se trasladaban a la vida de todos los días: padecer la lepra en la mayoría de los casos era una condena a estar muerto en vida. No importaba la gravedad de la enfermedad o la parte afectada; poseerla incapacitaba para el culto, para la vida social, puesto que todo aquello que era tocado por una persona enferma quedaba impuro y, al ser la lepra una enfermedad incurable, significaba un aislamiento social total: salir de poblado, vestir el traje de duelo, e ir gritando por la calle “soy impuro”: El enfermo de lepra andará con la ropa rasgada y la cabellera desgreñada, con la barba tapada y gritando: «¡Impuro, impuro!». Mientras le dure la afección, seguirá siendo impuro. Es impuro y vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento. (Levítico 13, 44-46) La única forma de volver a ser admitido por la sociedad era curarse y ser confirmado como tal por un sacerdote, en un ritual complejo y llamativo (ver Levítico 14, 1-9; ver el caso del rey Uzías en 2 Crónicas 26, 20-21).
Además, la lepra, como la mayoría de las enfermedades, estaba relacionada con el pecado, lo que significaba un mayor desprecio por parte del resto de la sociedad. El leproso era estigmatizado en todos los sentidos: social, religioso, espiritual, moral, económico… Muchas veces era mejor estar muerto que ser un leproso. El único capaz de curar la lepra era Yahvé (recordemos la curación de Naaman el sirio en 2 Reyes 5, 1-19). Las profecías de la restauración final ya indican que uno de los males que desaparecerá será la lepra (cf. Isaías 35,8). El mismo salmo ya nos une en esta acción de gracias de reconocimiento porque Dios perdona, limpia, hace capaz para estar delante de Dios…
Como vemos al final del texto evangélico, Jesús ordena al que ha sido limpiado ir ante el sacerdote y cumplir con lo prescrito en la Ley de Moises. Jesús cumple con lo ordenado, para que quede constancia de que lo que ha hecho es real, no una simulación y que la curación ha sido obra del poder de Dios.
No dar escándalo
Jesús invita a sus discípulos a no ser causa de escándalo para la gente sencilla, si bien reconoce que su misión escandalizará a aquellos que se oponen al Evangelio. San Pablo al dirigirse a los cristianos de la comunidad de Corintio, está en la línea de la predicación del maestro: los creyentes no deben ser motivo de escándalo y división para los otros creyentes o los no creyentes que son cercanos a la comunidad. Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo. (1Cor 11, 1)
Jesús muestra enojo ante el leproso que se postra ante él y que le pide “si quieres puedes curarme”. La tradición posterior cambio el verbo molestarse por compadecerse que es el que actualmente leemos y que refleja la actitud de Jesús ante el enfermo. Sin embargo, también tiene sentido el verbo molestarse en el contexto de la misión del Señor: él se molesta con la enfermedad que se ha apoderado de la vida de aquel hombre y, también se molesta con el sistema religioso y social que condena a los hombres impuros a vivir excluidos, como muertos vivientes sin esperanza ni posibilidades.
Jesús hace un gesto que rompe y debería haber escandalizado a los testigos: se adelanta y, una vez dicho «Quiero: queda limpio», toca al hombre inmundo (violando el mandato explícito). Contrario a lo que debería haber pasado, según la Ley, Jesús no queda impuro, sino que limpia al enfermo, que desde ese momento queda puro de nuevo. Eso sí, para evitar que esta curación cree un escándalo, el maestro ordena al curado ir a presentarse al sacerdote y presentar la ofrenda que la Ley establecía en ese caso. Además, Jesús le ordena que guarde silencio sobre lo que ha pasado (algo que por el alcance del milagro no era fácil de hacer) como lo hacía con los endemoniados. Todo lo contrario: el que era leproso se dedica a anunciar lo que le ha pasado…
Jesús, excluido social
La Palabra de Jesús cura y sus gestos lo corroboran. La fuerza de su “quiero: queda limpio” es capaz de curar una enfermedad incurable. El acto de tocar al leproso significa además reintegrarlo en una sociedad que lo había abandonado a su suerte y lo consideraba indeseable: ¡impuro! debía gritar cuando se acercaba a los poblados y los caminos, para que los demás se apartaran de él. Ahora entra en las ciudades anunciando a todos lo que Jesús ha hecho con él, cómo la mano de Dios lo ha tocado y le ha devuelto a la vida.
Si bien es verdad que Jesús no se contagia de la lepra al haber tocado a aquel hombre, es verdad que parte del efecto de su enfermedad se le ha pegado a él: de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así acudían a él de todas partes. Jesús debe alejarse de los poblados y quedarse en lugares solitarios. Da la impresión de que el maestro fuera un apestado. No es que la gente rehúya de él, al contrario, aumenta el deseo de su busca, por lo que esa discreción que Jesús quería tener en su ministerio y su forma de predicar se ven completamente alterados por el efecto de esta curación.
Jesús toma el lugar del leproso y le cede su puesto: aquel hombre estaba en las afueras de su sociedad, ahora ocupa el centro. Jesús se desplaza a la orilla, a las afueras. Solo así puede cumplir su ministerio. El domingo anterior la escena terminaba con Jesús fugándose de Cafarnaún para poder cumplir con su misión; hoy lo vemos “expulsado” de las villas y poblados a causa de esa coherencia evangélica. Las multitudes los buscan por sus necesidades, por sus enfermedades, pero no por escucharlo.
Hay un mundo dolorido y egoísta que busca a su manera a Jesús… también hoy: aunque la lepra física ha sido ya curada y casi erradicada, siguen surgiendo nuevas lepras sociales en nuestro mundo, lo que el papa Francisco llama los nuevos descartados sociales, esos hombres y mujeres que no se adaptan a los estándares que la sociedad de hoy exige para formar parte de ella. Por eso son apartados, cancelados, ayudados a morir, anulados, vetados en las nuevas ágoras (redes sociales, medios de comunicación).
Para todos ellos Jesús tiene una palabra de consuelo y esperanza, y con sus hechos los integra en su sociedad, el Reino de Dios. Como Pablo pide a los Corintios, así se nos pide a los creyentes de este momento: ser imitadores de Cristo y tender nuestra mano a quienes han sido abandonados y descartados de este mundo, de esta sociedad.