La Cuaresma es tiempo de meditar y vivir el encuentro con Dios. Dios que mira y trata al hombre con misericordia, que lo espera en la soledad y el desierto donde está el comienzo de la fecundidad y donde se aprende lo que es el proyecto de Dios, el Reino del que habla Jesús.

Santiago Marcilla (†), agustino recoleto

Comenzamos la Cuaresma hace apenas cuatro días, con el rito penitencial de la ceniza. Mientras nos la imponía, el sacerdote decía: «Conviértete y cree el Evangelio». Es el mismo aviso que Jesús nos da este primer domingo de la Cuarentena que nos llevará a la Pascua: «Convertíos».

El Dios que acompaña la historia del hombre

Pensando un poco sobre las lecturas, uno llega a la rápida conclusión de que el hombre sigue tan testarudo y renuente como hace dos mil años. Dios pensó dar un escarmiento al género humano para que cesara en sus actitudes de petulancia y orgullo y se volviera al Señor que lo creó y lo hizo dueño de la tierra. ¡Quia! No sirvió el diluvio para enderezar sus pasos egoístas. Mientras Dios se arrepintió y confesó que había ido demasiado lejos, el hombre siguió en sus trece. El Señor tendió un puente de buena voluntad hacia la tierra y pactó con Noé una alianza de buen entendimiento. Prometió no volver a castigar al hombre. ¿Os dais cuenta? Dios tiene designios de paz. El arco pintado en el cielo tras aquel inmenso diluvio no tiene flecha. No es un guerrero quien lo esgrime, sino un ecologista quien lo dibuja. El Señor se ha comprometido a acompañar al hombre “por las buenas”. El arco iris, formado por los rayos del sol que atraviesan la bóveda celeste durante la lluvia, anuncia a los hombres el fin de la tormenta, de la borrasca (símbolo de la ira divina) y la reaparición del sol (imagen de la misericordia).

Ése es el símbolo de que Dios está de nuestra parte. Tras los nubarrones y el aguazón, todo se serena, el aire es más limpio y transparente. Se respira hondo y huele a tierra nueva. Parece como si todo comenzase otra vez. Como si nada hubiera ocurrido. Dios perdona; Dios bendice; y el alma se serena y siente una paz alegre y reposada.

El hombre llamado a caminar con Dios

Pero el hombre, ¿se ha vuelto a Dios? ¿Tiene tiempo para dar respuesta a los principales problemas de la vida, a los interrogantes profundos que laten bajo sus prisas, sus afanes de “fachada y buena presencia”, sus tan agobiantes como superficiales preocupaciones? ¿Dónde queda nuestro bautismo, simbolizado por el arca de Noé, que salvó del naufragio a sus ocupantes? ¿Dónde está nuestro compromiso de apostar en la vida por Jesús y su causa? Dios nos llama a una vida santa, a un modo de ser y de actuar conforme con el Espíritu de Jesús. ¿Por qué sólo le damos a Dios la calderilla de nuestra vida? ¿Cómo es posible que las vidas de tantos hermanos nuestros tengan sentido, cuando han puesto las cosas de arriba bien guardadas en el trastero, para que no estorben?

Resulta cada vez más inquietante la pregunta de André Malraux: «En un mundo donde Dios ha muerto, ¿podrá el hombre sobrevivir?». Angustiados por el paro; encerrados en pisos-colmena donde las relaciones vecinales se han reducido a la mínima expresión; presionados por los medios de comunicación, que imponen criterios y modas, que unifican las maneras de pensar y divertirse, que crean ídolos y héroes tan provisionales como cualquier producto de estación, nuestros hombres, nuestras mujeres y nuestros niños están pidiendo a gritos un baño de desierto, de “soledad sonora”, de silencio profundo donde escuchar la voz creadora de Dios y ver su rostro de Padre.

Encuentro de Dios y el hombre en la soledad

Jesús, antes de comenzar su misión apostólica, antes de lanzarse a los caminos a predicar la Buena Noticia del Reino, va al desierto. Se retira para estar a solas con Dios. Allí reza, ayuna, se curte en el difícil arte de la paciencia serena y del equilibrio; se enciende en el deseo quemante del Espíritu de llevar a cabo la empresa recibida del Padre.

¡Cuánto necesitamos aprender de corrido y a fondo esta lección del Señor! ¿No es más importante para un cristiano la ceniza que el carnaval? A un estudiante que quería adelantar en la perfección cristiana, santo Tomás de Aquino  le aconsejó: «Refúgiese cuanto pueda en la sala de armas del espíritu». Don Quijote también lo hizo en su locura. Y lo han hecho tantos cuerdos, tantos santos, que se han vuelto al lado de Dios después de una radical conversión de sus aficiones, de sus apetencias locas y sus irresponsables niñerías. Ahí está Javier: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si después pierde su alma para siempre?». Y estamos con él y, por eso, vamos a su castillo a rezarle para que nos infunda su mismo espíritu de santidad.

¡Qué necesario es que el hombre grite: “Señor, muéstrame tu rostro”! ¡Qué imprescindible que se aísle en su cuarto, donde Dios le espera para educarlo en la catequesis de la paz, de la esperanza, de la alegría! ¡Qué regalo del Señor y de la Iglesia es la Cuaresma!, este tiempo apropiado y denso, para medirnos con la Palabra de Dios, que no nos regala el oído como los charlatanes que quieren vender su mercancía, sino que nos fustiga y nos alienta, y nos exige y nos consuela, y nos quita los apoyos humanos y nos da una roca donde asentar la vida.

La cuaresma como descubrimiento de la misericordia

Se ha cumplido el plazo. Es Cuaresma, un tiempo propicio para vencer al diablo y obtener la gracia santificante, un momento favorable para salvarse: “Conviértete”. Ésta es la consigna. La conversión puede consistir en pedir de Dios una “conciencia pura”, sin dobleces, sin tacañerías, sin tenerle miedo a Dios ni esconderle alguna carta. Convertirse es meditar agradecidamente la misericordia entrañable de Dios Padre, que ha firmado la paz con los hombres y es incapaz de meternos miedo: ni con el Sinaí vomitando humo, ni con el diluvio universal, ni con los hirvientes hornos del infierno. La conversión puede consistir también en cambiar de dieta, en olvidar alimentos que deterioran nuestra salud espiritual (las habladurías chocarreras, los chismes que lastiman al hermano, las injusticias y los odios, los espectáculos indignos, las revistas superficiales, las blasfemias degradantes) y dedicarse a fondo al Señor, nutriéndonos de su Palabra y luchando contra las fuerzas del mal. Frente a quienes se desviven sólo para amontonar riquezas y asegurar la existencia, Jesús nos recuerda: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios». Sólo así aprenderemos, como dicen las oraciones de esta misa, a «sentir hambre de Cristo, pan vivo y verdadero” y a «vivir con mayor plenitud el misterio de Cristo”. Tenemos aquí dos mesas: la de la palabra y la del banquete. Dios que habla y Dios que se entrega. Escuchar y comer. ¡Qué importantes verbos ahora! Y después, en la calle, servir.

Dios vive para amar y para que lo amemos. Así lo repitió en su primera encíclica el papa Benedicto XVI. Ésa será nuestra gran dicha, la felicidad que ha comenzado en el bautismo y que no acabará ya nunca en el cielo. Todo depende de la seriedad firme con que respondamos a sus palabras: «Está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed la Buena Noticia».