Jesús se transformó al encarnarse (siendo Dios asumió la” forma”, el ser carne) y se transformó al resucitar (siendo hombre resplandeció como Dios)

Santiago Marcilla (†), agustino recoleto

Hace unos días, en los pasados carnavales, hemos sido testigos del síndrome de la transformación que tanto atrae al hombre. Su capacidad parece ilimitada: de fresa almeriense, de seis doble, de muerte calaña, de mujer barbuda, de ángel caído… Cada uno se escondía en lo que pensaba más llamativo o estrambótico o ridículo, para buscar el regocijo de la sorpresa y la novedad de lo extraordinario. Después, entrados ya en la vida normal, caían las caretas y había que trabajar, estudiar, rezar, vivir… Digo esto porque hoy también escuchamos en el Evangelio un episodio de la vida de Jesús en el que Él se transforma.

Jesús se “transforma”

Hay, sin embargo, una profunda diferencia entre las máscaras del carnaval y el episodio del Tabor. En aquéllas se hombre “se disfraza”, oculta su verdadera personalidad y, además, no se necesita un olfato especial para dar con su verdadera identidad; en éste, Cristo “se manifiesta”, se nos revela tal cual es y le corresponde como Hijo de Dios y partícipe de su misma gloria; gloria y dignidad que no podríamos descubrir sin una intervención milagrosa de la divinidad.

La verdad es que toda la vida humana de Jesús se la pasó transformándose. Tanto se anonadó, tanto cedió de su rango, que, al aparecer entre nosotros, ni sus paisanos fueron capaces de descubrir el fondo de su Persona. Se hizo igual a nosotros en todo menos en el pecado. Y en el último tramo de su vida, cerca ya de la cruz, tanto se transformó, que, según Isaías, “no parecía hombre, sino un gusano”. Más tarde, en el colmo de un amor total, se quedaría a nuestro lado oculto bajo la cortina del pan y el velo cercano del vino.

Llamados a la transformación

Parece que todo es una lección para que también nosotros iniciemos un proceso de transformación que nos lleve, paso a paso, a las alturas del cielo. Este viaje lo comenzamos un día en el bautismo, por el que fuimos regenerados y transformados por el Espíritu para vivir en la gracia del Señor. Cada uno de los sacramentos es una invitación a “morir al hombre viejo y al pecado, para revestirnos del nuevo”. La ascética cristiana, de la que tanto sabía san Pablo, no deja de advertirnos: «Revestíos de las armas de Dios: la coraza de la justicia, el cinturón de la verdad, el escudo de la fe, la espada del Espíritu, el calzado de anunciar el Evangelio». Y así, podremos exclamar con el Apóstol: «Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí».

Como veis, no se trata de “disfrazarse”, de cambiar de personalidad y convertirse en dragón, en calabaza o en el hombre invisible. Es, más bien, cuestión de ser lo que estamos llamados a ser; se trata de quitar, más que de poner; de dejar los harapos del pecado, de salir de la nebulosa de la mediocridad y ascender, por las gradas de la transformación espiritual, a la región de la transparencia. El objetivo es “transfigurarse”, vestirse de luz. Sólo con esa certeza seremos capaces de influirpositivamente a nuestro alrededor y crear “el cielo nuevo y la tierra nueva”, de transformar las estructuras y dar un empujón de buen ejemplo a los hombres, de convertir en oro de alegría y esperanza —como nuevos reyes Midas— cuanto toquemos, de no tener miedo ni de vivir angustiados por los reveses o males que se prevén inminentes.

Recordad la antigua fábula india: “Había un ratón que estaba siempre acongojado porque tenía miedo del gato. Un mago se compadeció de él y lo convirtió en un gato. Pero entonces comenzó a sentir miedo del perro. De modo que el mago lo convirtió en perro. Luego empezó a sentir miedo de la pantera, y el mago lo convirtió en pantera. Con lo cual empezó a temer al cazador. Llegado a este punto, el mago se dio por vencido y volvió a convertirlo en ratón, diciéndole: «Nada de lo que haga por ti va a servirte de ayuda, porque siempre tendrás el corazón de un ratón»”.

Confiados y peregrinos

Quien se ha transformado en Cristo y posee a su Espíritu, ¿a quién puede temer? «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? ¿Quién nos condenará? ¿Será acaso Cristo, que murió, resucitó y está a la derecha de Dios e intercede por nosotros?».

¡Qué gran confianza nos da esto! Pero sabemos que todavía no hemos llegado, que la refulgente metamorfosis de Jesús, en medio de Moisés y Elías, es sólo un adelanto, una garantía de certeza, las arras que confirman la verdad de nuestra fe y empujan la esperanza a emplearse con ardor en la práctica de las buenas obras.

Somos “peregrinos”, es decir, caminamos “per agros”, a campo través de esta vida provisional, sin carreteras bien trazadas, haciendo camino al andar, a veces muy en zigzag y con paradas necesarias para reponer fuerzas. Y para esta ruta tan difícil, sin señalizar en sus continuas subidas y bajadas, necesitamos un guía, un Maestro que nos oriente y que nos estimule a proseguir la marcha, cuando surjan los obstáculos, o lo agradable del panorama invite tentadoramente a parar el paso.

Del cielo nos ha venido la respuesta. Jesús, entre la ley y los profetas, es la brújula segura, la Nueva Biblia, la Palabra por excelencia del Padre, el Hijo amado a quien hay que escuchar. Eso es lo que piden a menudo los monjes del Monte Athos: «Dame, Señor, un corazón que sepa escuchar». Y para escuchar hay que subir al monte, dejar los jaleos embriagantes de este valle ruidoso y encerrarse en la soledad, donde la presencia del Señor se vuelve más patente. Una experiencia personal del Señor es la mejor y la más segura garantía para poder ir luego al encuentro de los hermanos y predicarles las maravillas de Dios. Y el tiempo de Cuaresma es un desierto adecuado para que se produzca ese prodigio, para que seamos dóciles al Espíritu, que nos dice: «Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis el corazón». Ejercitemos en esta vida el oído («Escucha, Israel») para que en la otra podamos disfrutar con la vista («Veremos a Dios cara a cara»).

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