Jesús obra sin descanso y tiene como fin servir, sanar, atender en las cosas importantes y estar pendiente de detalles. Pero tiene tiempo también para la soledad, el retiro, la oración.

Santiago Marcilla (†), agustino recoleto

Leyendo este mismo pasaje de San Marcos, dejamos el domingo pasado a la gente con la boca abierta; estaban deslumbrados por la autoridad con que hablaba Jesús, tan distinta de los letrados. Y todo se consumó y llegó al colmo del asombro cuando curó a un poseso en medio de la sinagoga. “¿Qué es esto? —se decían sin comprender— “Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen”. Y su fama corrió por toda Galilea. Pero Jesús no para. En la madurez de la edad, no le queda un hueco en la agenda. Sus obras causan tal maravilla, que no le dejan quieto. Le avisan de que la suegra de Pedro está en cama y con fiebre y se va allí con Santiago y Juan. Se acerca, la toma de la mano y la levanta. Y ella, curada ya, se pone a servirles. ¿Se acaba ya la actividad? ¡Quiá! Al anochecer, cuando se enteran de que Jesús está en casa de Simón y Andrés, se agolpan a la puerta y le llevan enfermos y poseídos. Y Jesús los cura. De madrugada se retiró a un descampado a orar. Cuando sus discípulos le dicen que todo el mundo lo busca, responde Jesús: «Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, a predicar también allí, que para eso he venido». Y recorría toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando demonios.

Nos da el Señor unos cuantos ejemplos:

1/ La ley del trabajo.

No podemos pensar que Jesús, por ser Dios, no se cansaba. Estaba sujeto, como cualquiera de nosotros, a la fatiga, al sudor, a la decepción, al hambre y a la sed, al miedo y al sueño. Pero la vida no es para guardarla en una campana de cristal, incontaminada, lejos del contacto con el pueblo. Él ha venido precisamente a estar con nosotros; es el Enmanuel. Y ha venido para servirnos, para enseñarnos palabras de vida eterna, para hablar con autoridad de los misterios de amor que ha oído al Padre, para curar a los enfermos, para expulsar a los demonios, para perdonarnos los pecados y devolvernos la alegría, para llenarnos el corazón de esperanza con la promesa de que también nosotros resucitaremos y compartiremos con Él la bienaventuranza del cielo. Lo mismo que el judaísmo admitía una operación continua de Dios a favor de su pueblo, así Jesús también trabaja (cf. Jn 5, 17) en el mismo sentido. ¡Cuánto nos debemos preguntar, si cumplimos con la tarea encomendada, si la hacemos bien, con atención, con profesionalidad, con interés!

2/ Servicio

Dentro de las actividades de cada día, además de cumplir el oficio asignado, caben muchas acciones de servicio a los hermanos, de atención a quien no sabe o no puede o está enfermo o solicitado por otro quehacer incompatible. Jesús cura, alivia, da alegría. Y la propia suegra de Pedro, cuando ya está bien, se pone a servir a Jesús y a sus discípulos. Cuando lo reseña el evangelista Marcos es porque quiere subrayarlo. Y nosotros hemos de reflexionar en qué medida ejercemos el servicio fraterno, la ayuda y la comprensión hacia los prójimos.

3/ Oración

Es verdad que la vida diaria moderna es ahora más agitada que antes. Se han multiplicado las relaciones y los compromisos; se nos va llenando la agenda con más y más obligaciones, y hasta parece que el día no es tan largo como antes. Con todo, ya hemos visto cómo actúa Jesús. Robándole horas al sueño, se levanta de madrugada para rezar. La oración es la respiración de su alma. En ella encuentra el descanso a sus fatigas humanas. Sólo con su Padre puede abrir de par en par su corazón para darle gracias y, en silencio contemplativo, compartir con Él lo que ha vivido. La oración de Jesús es una llamada de atención para nosotros, es una urgencia necesaria, porque corremos el peligro de que el barullo nos distraiga y se nos vaya el día en cosas superficiales. Necesitamos revisar nuestros sentimientos para comprender que todo lo bueno nos viene de Dios y, llenos de su Espíritu y transformados por su gracia, entender que sólo con su fuerza podemos construir el Reino.

4/ Universalidad

Jesús nos enseña que su mensaje no es exclusivo de nadie y que él es el salvador de todos. Y, más aún, no se deja emborrachar por el triunfo ni enjaular por el éxito. Sabe que lo importante es abrir caminos y que todos lleguen a conocer la voluntad salvadora de Dios. Sabe sembrar esperanzas en todos. ¿Y nosotros? ¿Sabemos renunciar al halago inmediato cuando nos esperan nuevos compromisos de obediencia y no rehuir el trabajo donde es necesario?

Mientras Job se lamenta, abrumado por el sufrimiento, Jesús viene a consolar a los desvalidos, impone su imperio sobre los espíritus malignos y sana a los enfermos.

También nosotros, como seguidores del Maestro, hemos de marchar de la iglesia en la paz de Dios, enganchados por la oración al Padre, de quien nos viene la fuerza y el vigor apostólico y, como Jesús, hemos de predicar con la boca y con la vida y hemos de expulsar demonios, es decir, hemos de ayudar a las gentes a que sean libres, a que dejen los malos hábitos y se conviertan, a que se acerquen a Jesús, que ha venido para iluminar y sanar a todos, para llenar de alegría los corazones.

¡Qué ejemplo nos da San Pablo en esto! Lo conocimos un poco más en su año jubilar, reflexionando sobre sus cartas, su vida, sus viajes y su doctrina. ¡Qué convencido estaba de lo que nos dice hoy: “¡Ay de mí, si no anuncio el evangelio!”. Y para hacerlo eficazmente, se hace débil con los débiles; se ha hecho todo a todos, para ganar a algunos.

Que él nos ayude para que podamos tocar algo más esa sabiduría divina que nos recuerda el pensamiento del salmista: «El Señor sostiene a los humildes y humilla hasta el polvo a los malvados».