Jesús es profeta, con su palabra habla con autoridad porque es palabra que no sólo manifiesta la verdad sino que transforma y salva larealidad.

Santiago Marcilla (†), agustino recoleto

Del texto y contexto de las lecturas proclamadas se deduce la intención de la Iglesia de que meditemos este domingo sobre el profetismo. Vamos a hacerlo, pero no con grandes palabras, sino dejándonos llenar suavemente por el sentido espiritual y el ejemplo del Señor.

Profeta en tiempos de Moisés

Vayamos al Deuteronomio. Moisés es ya anciano y ve que Dios lo llama. El pueblo está a las puertas de la Tierra prometida, tras el largo y penoso peregrinar por el desierto calcinado. Urgen algunos avisos de buen comportamiento para la nueva situación. Y Dios habla: «Te daré profetas que te comunicarán mis palabras. Si no los escucháis, yo os pediré cuentas». Ése era el gran peligro: apartarse de Dios. Y eso hacían quienes se daban a la superstición, a la idolatría y a la mántica. Si la mántica es el intento humano de hacerse con la ciencia y el poder de Dios, la profecía es un servicio a la palabra que sale libremente de la boca de Dios. Por la adivinación y la mántica, el hombre intenta escalar el cielo y asaltarlo; por la profecía, se abren los cielos y la palabra de Dios irrumpe en el mundo para hacer historia de salvación. En ésta última, no es Dios el que cae en las manos del hombre, sino el hombre el que debe ponerse en sus manos y obedecer lo que Dios anuncia. Por eso, el Dios que conduce a su pueblo le exige una fidelidad absoluta y un culto exclusivo, al establecerse en Canaán, sin caer en las desviaciones de los pueblos conquistados.

Profetas en las comunidades de Pablo

Ya lo hemos dicho muchas veces: la virginidad, de la que habla san Pablo, es también un signo profético, un anuncio de lo que está por venir, pues prevé existencialmente la forma definitiva que adquiriremos un día los que esperamos la venida del Señor. Superadas las limitaciones terrenas y las necesidades del hombre peregrino, “seremos como ángeles de Dios”.

Jesús profeta

En el Evangelio lo llena todo Jesús. Ya murió el Bautista, el último de los grandes profetas. Y Jesús se presenta en la misma línea de los profetas. Más aún: es el nuevo Moisés, el Profeta por excelencia. «Éste es mi Hijo: escuchadlo». Y Jesús habló. Porque, una vez escuchada la lectura de la Escritura, todos tenían derecho a tomar la palabra, no sólo los escribas. ¿Qué diferencia había entre los maestros y escribas, que explicaban los mandamientos, y Jesús, para que la gente se quedara “asombrada de su enseñanza” exclusivamente? En principio, porque los letrados exponían las verdades de la Escritura, pero no arriesgaban sentencia u opinión personal, si no estaba avalada por el texto sagrado o la enseñanza de maestros más acreditados. En cambio, Jesús habla como quien tiene autoridad, porque es consciente de que en Él y en su mensaje la ley y los profetas adquieren plenitud de sentido. Él es el Hijo a quien el Padre ha entregado todas las cosas (Mt 11, 27). Por eso, es un profeta poderoso en obras y palabras. No es un escriba, un clérigo, un hombre de estudios, pero su palabra cautiva y es capaz de ordenar a los demonios y someterlos a su voluntad. No es un “vendedor de ideologías”, ni un repartidor de lecciones aprendidas de antemano, sino un maestro que coloca al hombre ante las cuestiones más decisivas y les enseña a vivir. Además, ¿qué autoridad pueden tener las palabras de muchos políticos, o padres, o formadores, o responsables civiles y religiosos, si no están acompañadas de un testimonio claro de honestidad y responsabilidad personal? Y ¿qué vida pueden encontrar los jóvenes en una enseñanza mutilada, que proporciona datos, cifras y códigos, pero no ofrece respuesta alguna a las cuestiones más inquietantes que anidan en el ser humano?

Cada vez vemos más claro que nuestra sociedad necesita “profesores de existencia”: hombres y mujeres que enseñen el arte de abrir los ojos, de maravillarse ante la vida e interrogarse con sencillez por el sentido último de todo. Maestros que, con su testimonio personal, contagien vida y ayuden a plantearse honradamente los interrogantes más hondos de la existencia. En la despedida de un obispo de su diócesis, algunos cristianos pusieron esta pancarta: «Nos convenció porque nos amó». Es la única forma de luchar contra la mentira que nos rodea. Sólo con la vida y desde la vida podemos ser “maestros de vida”. Por eso, san Lucas resume la actividad de Jesús como sembrador del Reino de Dios en dos palabras: “facere et docere” (empezó a hacer y enseñar). No sólo teorizó, sino que también practicó; no sólo predicó, sino que también “dio el mejor trigo”, a saber, perdonó los pecados, curó a los enfermos y resucitó a los muertos.

Jesús liberador

Jesús predicó en la sinagoga de Cafarnaún, pero también curó a un poseso y expulsó al diablo. Porque resulta insuficiente limitar el significado de “poseso” a enfermedades epilépticas o similares. Poseso es alguien que no es dueño de sí, sino que es gobernado por una fuerza (un mal espíritu) que ha invadido su persona y su voluntad. Los posesos no son descritos como hombres malos, sino como víctimas involuntarias de aquello que los ocupa. El poseso es alguien a quien le han secuestrado su libertad. Sin libertad no hay hombre. Por eso, el cuarto evangelio llama a Satanás “homicida”. Y surgen las preguntas: ¿Cuáles son los malos espíritus que poseen hoy al hombre? ¿Qué factores le quitan la libertad? ¿Quizá la enfermedad, el miedo, la desproporcionada dependencia económica, la colonización ideológica, las pasiones incontroladas? Quizá mucho de todo. La tarea consiste en liberarse para liberar.

La fe nos pide que seamos, como Jesús, auténticos exorcistas, no sólo con rituales espectaculares y agua bendita, al estilo de los PP. Gabriel Amorth y Fortea, sino especialmente luchando contra todo aquello que esclavice al hombre. No es suficiente la actitud pasiva de quien dice ponerse “en manos de Dios”, pero no emplea su corazón, su cabeza y sus manos en la causa del Señor. La “fuga mundi”, a secas, es sofocar al Espíritu, que es liberador y que hace avanzar el Reino de Dios a golpes de libertad.

¿Quién padece peor espíritu: la joven que queda embarazada o su familia que se niega a ayudarla? ¿El muchacho drogadicto o la madre que lo rechazó desde antes de nacer? Pidamos al Señor en la Eucaristía que nos haga profetas para hacer presente su palabra al mundo y para descorrer los cerrojos del mal que tienen esclavos a tantas personas. Si nos anima el Espíritu de Jesús, también nosotros podemos gritar: “Cállate y sal de él”. Y los espíritus inmundos nos obedecerán. Lo ha dicho Jesús. Así sea.