Esperanza Ayerbe (+1967) dejó la paz del monasterio madrileño para ir a misionar, junto con otras dos monjas agustinas recoletas, a la misión de Kweitehfu, Henan, China. Su vida de oración y celo apostólico han llevado a sus propias hermanas en religión a promover el proceso de su canonización. En 2015 el papa Francisco la declaró venerable.
Antonia Ayerbe, hoy conocida como madre Esperanza Ayerbe de la Cruz, nace en Monteagudo, Navarra, un caluroso 8 de junio de 1890. A su padre, Ignacio, la gente sencilla le llama cariñosamente, El Provinciano, que llegó a Monteagudo de Ataun (Guipúzcoa).
En Monteagudo, Navarra
Ignacio quiere ser carpintero y se traslada a Tudela de Navarra para aprender este oficio, que termina ejerciendo en Monteagudo, donde se casa con Araceli Castillo. El 8 de junio les nace una niña, que en el bautismo recibe el nombre de Salustiana Antonia.
De chiquilla Antonia se muestra cariñosa, llena de bondad, aplicada, pero también sufrida, como cuando mueren sus dos hermanos gemelos de corta edad.
La falta de trabajo le obliga a su padre a cambiar de residencia y El Provinciano se vuelve en 1901 a su tierra, a Tolosa (Guipúzcoa), donde continuará ejerciendo su oficio de carpintero
Antonia ha de dejar Monteagudo y se despide con nostalgia de sus amiguitas, de las calles y rincones preferidos, de su Virgen del Camino a quien ama y reza cada día; hasta el Moncayo recibe la caricia de su profunda mirada.
En Tolosa, Guipúzcoa
Al joven matrimonio les nacen tres hijos en Tolosa: María, Jesús y Pepito. Antonia cuida de sus hermanitos ejerciendo amorosamente el privilegio de hermana mayor; colabora en la buena marcha de la casa. Es una chica normal: discreta, trabajadora, responsable; cae bien a la gente; derrama cariño por doquier.
¡Tolosa tiene categoría! Es mucho mayor que Monteagudo, con bastante industria; también hay un taller de costura, donde Antonia, con el deseo de ayudar a sus padres, pide trabajo, que se le concede. Este oficio debió de gustarle mucho a la adolescente Antonia, porque, aun siendo monja, usa con destreza una máquina de coser para elaborar finos ornamentos en la casa adonde llega.
En Andoain, Guipúzcoa
Ignacio tiene deseos de superación y decide montar una ebanistería a su gusto, pero no va a ser en Tolosa, donde hay ya bastantes, sino que tras investigar se establece en Andoain (Guipúzcoa). En este pueblo alquila una casa grande y comienza a fabricar muebles de nogal.
Antonia ronda los veinte años. Otra vez experimenta el desgarrón de la despedida, pero. Aprende a desliarse de las cosas casi sin pretenderlo. Reanuda su vida de piedad y trabajo en el hogar sabedora de que, siendo buena hija, es verdadera cristiana.
Una mañana hay revuelo en Andoain: la compañía telefónica llega para instalar una centralita. Los responsables se fijan en la casa que tienen alquilada la familia Ayerbe-Castillo; es amplia, aireada, con espacio suficiente para lo que piensan hacer. Hablan con el dueño y éste, una vez consultada la familia y con su consentimiento, alquila tres habitaciones para tal fin. Pronto sale a concurso la plaza para telefonista. Antonia cree que debe aprovechar esta oportunidad.
Prepara el programa concienzudamente; le cuesta, sobre todo, aprender bien el euskera. Nacida en la ribera de Navarra, no domina el idioma paterno; mas no se arredra, se lo propone y gana las oposiciones. Ya la tenemos de telefonista. ¡Y qué feliz se siente aportando el salario a sus padres para ayudar a mantener la numerosa familia!
Por entonces nace la benjamina, esa chiquitaja a la que llaman Carmenchu. El cariño de Antonia se vuelca sobre su hermanita, como si quisiera darle de golpe todos los mismos y caricias que después no podrá otorgarle.
Dios le sale al paso
Antonia comienza a vislumbrar lo que Dios quiere de ella. En la oración ve que Dios la quiere para Sí.
Durante los últimos años se ha carteado frecuentemente con su tío Francisco, hermano de su madre; está de misionero en Filipinas, pertenece a la Orden de Agustinos Recoletos. Después de hacer el noviciado y profesar en Monteagudo, cursó estudios teológicos en Marcilla, Navarra. Ahora con otros compañeros, es evangelizador en las Islas Filipinas. Antonia le cuenta sus dudas, le pide consejo y al fin se decide.
Sin duda es él, como agustino recoleto, quien le sugiere el convento donde puede ingresar, el real monasterio de la Encarnación de las Agustinas Recoletas de Madrid. Ella sabe que puede marchar tranquila. Su hermana María tiene ya edad para ocupar su puesto de telefonista y a sus padres no va a faltarles la ayuda económica.
Así de sencillo, sin ruidos, con el consentimiento de sus cristianos padres, pero con el corazón sangrando, abandona su dulce hogar. La última noche decide dormir en casa de sus amigas Benigna y Micaela Aguirre. Así no tendrá que despedirse de sus seres queridos. Siente que el corazón le traiciona y encarga a su hermana María que les comunique la noticia.
En el monasterio de la Encarnación de Madrid,
¡Qué largo se le hizo a Antonia el viaje hasta llegar a la capital de España! Por fin, el Real Monasterio de la Encarnación de Madrid adonde llega al comenzar el verano de 1917 con el corazón roto por la separación, pero con la felicidad que da el cumplir la voluntad de Dios. Es el día de su cumpleaños, 8 de junio: exactamente cumple 27.
Las hermanas la reciben con cariño. Ella, sacude las fuertes impresiones y se amolda fácilmente a la nueva vida. Toma posesión de la celda que se le asigna y disfruta de paz de aquel minúsculo aposento. Comienza una aventura y se entrega con generosidad; sabe que tiene a su favor al gran Amador y la joven inicia su vida contemplativa.
Tarda justo seis meses en vestir el hábito; ese día ocho de diciembre, solemnidad de la Inmaculada, cambia el nombre de Antonia por sor Esperanza de la Cruz. Así la seguiremos llamando.
A sor Esperanza le gusta recordar lo que dicen las Constituciones: “La Recolección Agustiniana surgió bajo el impulso del Espíritu Santo, con el fin principal de que sus miembros, en unidad de voluntades y en vida perfecta, traten solamente de oración, silencio y penitencia, para ayudar a la Iglesia, pueblo de Dios, en sus necesidades”. Esa es mi vocación: oración, sacrificio, silencio, para la salvación del mundo, afirma sor Esperanza. Así será ya para siempre; hasta que Él quiera trasplantarme a las moradas celestes. Es lo que se le ocurre pensar.
El año de noviciado transcurre como un soplo. Ve monjas ejemplares y ella quiere crecer en el servicio y entrega a Dios. Sin pretenderlo, sabe ganarse el cariño de las hermanas; no es raro que, cumplido el año, le den la profesión. Ese día feliz se entrega a Dios sin reservas, a través de la santa Madre Iglesia que recibe sus votos. Esperanza entra de lleno en el espíritu agustino recoleto; trata de cumplir lo mejor posible su oficio y las tareas de comunidad.
Transcurren veloces catorce años de vida monacal. Sor Esperanza va acrisolando virtudes con el fino aliento de la doctrina del gran Agustín y la constante búsqueda de Cristo, a quien llama mi único Amor.
Conjuga la serena contemplación de los misterios divinos con los trabajos que le asignan: ropera, enfermera, y encargada de limpiar las tribunas del coro. En el oficio de enfermera, derrocha ternura, cuidando solícita a las hermanas enfermas, procurando hacerles más suaves sus sufrimientos. Y ¡cómo pasan volando los años en su querido convento! Está segura de su vocación; solo piensa en ser fiel a Aquel que ha tenido la delicadeza de fijarse en su pequeñez y la ha llamado para Sí.
Catorce años de vida orante, sacrificada, silenciosa… ¿Puede sospechar que muy pronto cambiará totalmente de rumbo su vida? Ni lo imagina. Pero Dios es sorprendente, y a sor Esperanza la va a desinstalar. Va a invitarla a dejar todo eso que ha encontrado en la Encarnación y que ama tanto: su convento, sus monjas, su retiro, su… Va a invitarla a dejar sus seguridades para que sea misionera en una porción de la Iglesia, allá, en la lejana nación de China.
China como horizonte
Hasta 1930 su vida en el claustro es feliz: era modelo de fidelidad a su vocación contemplativa. Pero “los caminos del Señor no son los nuestros”. Una visita inesperada cambia el rumbo de su vida. A finales del año 1930 monseñor Francisco Javier Ochoa Ullate, agustino recoleto, prefecto apostólico de la misión de Kweitehfu (=Shangqiu), China, vino a España y visitó a la comunidad de la Encarnación de Madrid donde pidió voluntarias para trabajar en su amada misión de China, que le habían confiado.
Sor Esperanza oye la voz de Dios que la invita a dejar la paz del monasterio y embarcarse en esta nueva aventura y, aunque le cuesta dejar su comunidad, el pensar que es la voluntad de Dios le da la fortaleza que necesita. Esperanza es aprobada por la Santa Sede para ir a la misión de China junto con las hermanas Ángeles García y Carmela Ruiz del monasterio del Corpus Christi de Granada de agustinas recoletas contemplativas.