Adoración de los Magos

Isaíass 60,1-6: La gloria del Señor amanece sobre ti. Salmo 71,1-2.7-8.10-11.12-13: Se postrarán ante ti, Señor, todos los pueblos de la tierra. Efesios 3,2-6: Ahora ha sido revelado que los gentiles son coherederos de la promesa. Mateo 2,1-12: Venimos a adorar al Rey.

Por Santiago Marcilla Catalán (+), agustino recoleto

La singular narración que nos transmite el evangelista Mateo no sólo ha alimentado la tradición popular, sino que ha llenado nuestra infancia y la de todos los niños de gozosos sentimientos y blancos sueños. Hay que afirmar que estamos ante una gran fiesta. Pero no somos ya niños. Nuestra celebración, por tanto, deberá ceñirse no ya a la sorpresa de los regalos y al encandilamiento de la cabalgata mágica, sino a la profundidad del misterio y a la alegría de la manifestación del Señor.

Y dejamos también para los eruditos precisar los detalles del texto: su veracidad histórica, la realidad de la estrella, la personalidad de estos personajes extranjeros (¿reyes?¿Magos?), sus nombres, su número, su procedencia, la fecha de su viaje, su itinerario hacia Belén. Por debajo del ropaje literario corre subterránea una intención teológica, un mensaje de salvación: el Dios insondable, el Altísimo, a quien nadie había visto nunca, se nos ha mostrado tal cual es en el niño de Belén. Así lo reconocen María y José, sus padres; así lo veneran los pastores; como a Dios lo veneran los magos y le ofrecen sus presentes. Así lo confesamos y celebramos hoy nosotros, los cristianos de buena voluntad. En Navidad, la Palabra eterna se hace carne; en la Epifanía, se hace luz para todos.

Pero hay que estar verdaderamente enamorado para entender y vivir esto, porque la «Epifanía» del Señor es una declaración de amor en toda regla. Y ¡cuántas veces se nos manifiesta Dios! Siempre es por pura gracia y casi siempre de forma sorprendente y desconcertante. A veces nos sale al encuentro donde menos pensamos: en la alegría y en la pena, en la salud y en el sufrimiento, en los fenómenos de la naturaleza o en los acontecimientos humanos, hasta en los pucheros, como decía la mística de Ávila. Lo importante es estar bien despiertos para saber y poder descubrirlo.

«En cualquier parte encontrarás a Dios —escribía Thibon—, a condición de que no te detengas en ninguna». Dios, en contra de lo que quisiéramos, no tiene la costumbre de hacerse anunciar. Recordad los episodios de la Biblia: el arco iris, la zarza ardiendo, la columna de nube, la tienda del encuentro, la brisa suave. Dios tiene la costumbre de viajar de incógnito. Parece que le ha tomado gusto a los disfraces más impensados, quizás para probar nuestra capacidad de reconocimiento y de sorpresa. Ante el pozo de Jacob es un sediento; en el establo de Belén, un niño desvalido y pobre; en la transfiguración, un Dios filtrado a la capacidad de la pupila de Pedro; en la cruz, un pobre «diablo» caído en desgracia de todos. Después de la resurrección, es el jardinero para María Magdalena; un caminante para los de Emaús; uno que pide de comer para los discípulos que estaban de pesca.

Alguien ha dicho que el cristianismo es esencialmente cuestión de óptica y acústica. O sea, capacidad de descubrir o intuir la cara de Dios, aun en condiciones pésimas de visibilidad. Y capacidad para percibir su mensaje y captar la señal de su presencia en donde quiera que sea transmitido, en cualquier longitud de onda, desde cualquier estación emisora. Ser cristiano consiste en una forma de mirar, en un estilo de llevar el corazón de par en par. Desde luego que esto supone un esfuerzo añadido: el de la atención constante. Por eso, la mayoría prefiere milagros espectaculares, apariciones fantásticas. Y creo que Dios estará diciendo: «son tan torpes de mollera como mis primeros discípulos».

La verdad es que Dios habla todas las lenguas: a los pastores les habló con palabras por medio de ángeles; a los magos, por la estrella; a Herodes, por los magos. Y mientras unos supieron ver más allá de las apariencias y acabaron por descubrir a Dios, otros se quedaron a oscuras, en la «inopia». Los Magos son, en este sentido, hombres-tipo de todo aquél que, por la fe, «se pone  en busca de Dios». No hace falta mucho bagaje para este viaje. Pero una cosa es imprescindible: buscarlo con corazón sincero. Porque muchos habitantes había aquella noche en Belén, pero casi todos cerraron sus puertas a José y María. Sólo unos pastores se acercaron al pesebre. Tampoco los nobles y poderosos de Jerusalén, ni los letrados y sacerdotes hicieron nada por llegar a la ciudad de David. Incluso algunos llegaron a perseguir al Niño, temiendo por sus intereses. Pero unos magos, que aparentemente nada tenían que ver, supieron mirar la estrella y ponerse en camino y llegar hasta el portal. Porque todo el que busca —dirá Jesús— encuentra.

¿No hemos venido nosotros a la eucaristía a buscarlo, a escuchar su palabra, a sentarnos a su mesa y compartir el pan santo y el vino de salvación? Sabemos que nada que valga la pena se consigue sin esfuerzo. El camino de la fe es laborioso: arenales sin señal, la intemperie de la noche, los peligros de extravío, las trampas del cansancio, la sed y los ladrones, las dudas y el desánimo… ¡Tantas veces se eclipsa Dios y no vemos su estrella! Los magos tomaron medidas de excepción: acudieron a quienes podían orientarlos en su ruta, en aquel desconcertante y tenebroso bache. Y los escribas, —¡que sabían tanto!—, les indicaron la dirección justa.

Hay que saber buscar con fidelidad y diligencia. Hay que saber mirar, porque cualquier acontecimiento puede tener valor de signo providencial. Pasa a menudo que muchos sufrimos de «miopía»: sólo vemos de cerca y no alcanzamos a distinguir los valores más elevados. Buscamos la comodidad, el interés o el prestigio social. Deformamos las cosas y a las personas al contemplarlas. Sólo vemos en la muerte la ausencia y el dolor, olvidando que es víspera de resurrección. No captamos ese pasado mañana que las penas nos anuncian. No vemos las estrellas porque no miramos hacia arriba. Nos hemos dejado deslumbrar por los fuegos fatuos, por las estrellas fugaces del cine, de la canción, del fútbol, de la «buena» sociedad. Pero esas estrellas, que nos tienen encandilados en los diarios y semanarios y que ocupan obstinadamente la pequeña pantalla, no nos dejan ver el firmamento, las miles de estrellas que sostienen el mundo, haciendo que descanse sobre firme. Me refiero, por ejemplo, a las incontables constelaciones del voluntariado, a los ejemplos de honradez y generosidad, de la vida en familia sin escándalos, de la vida pública sin tráfico de influencias, de la vida social sin salidas de tono, de la convivencia serena entre hermanos que no ponen bombas bajo los coches o en las terminales de los aeropuertos.

Pero, a veces, padecemos también la «presbicia» del mirar cansado de los viejos: sólo podemos ver a lo lejos. Y no gozamos de la alegría que nos circunda, del cariño de los nuestros, del milagro puro de existir y ser nosotros mismos. Envejecidos, añoramos con nostalgia el pasado, o nos refugiamos, endurecidos por dentro, en un futuro esquivo, incapaces de alzar hacia las estrellas todas las manos del ser y comprometernos en el hoy que nos aguarda y necesita. Los Magos, tras su arduo peregrinaje, encontraron a Dios, lo adoraron, le ofrecieron sus regalos y corrieron luego a comunicar su hallazgo a los demás. Éste es el misterio escondido de que habla san Pablo.

Por eso, hoy es la fiesta de la catolicidad y de las misiones. Porque Dios se ha revelado, por amor, en Jesús, para que todos, tanto judíos como gentiles, inmigrantes como nativos, participen de la promesa hecha a Abrahán y su descendencia. No podemos pararnos en motivos étnicos; no valen las pobres razones nacionalistas; nos falta humanidad si reducimos al destinatario del mensaje. Los blancos y los negros, los amarillos y los rojos somos una sola raza humana que se ha visto favorecida por el admirable don de la llegada a la tierra de un Dios que quiere salvarnos y reunirnos a todos y para siempre en el abrazo feliz de la Santísima Trinidad. Estos días lo habéis celebrado aquí, con religiosas de todos los países.

La Iglesia es la nueva Jerusalén, a cuya luz han de caminar todas las naciones. Aprendamos de los Magos. Creamos, adoremos, anunciemos. Y que nuestro testimonio de amor, a ejemplo del mismo Dios, sea la estrella que ilumine a los hombres y los haga caminar por los senderos de la solidaridad, de la justicia y de la paz.

En este año [2024], en el que sigue en Tierra Santa el amargo sabor de la barbarie, Dios está dispuesto a regalarnos su gracia en una inagotable torrentera de amor. Sepamos aceptar ese reto y hacer llegar un aguinaldo tan extraordinario a todos aquellos con quienes vivimos.

Así sea.