Domingo 2º_TO_Venid y veréis

En el tiempo de Samuel, y a lo largo de la historia, muchos tuvieron la experiencia de ser llamados y escogidos por Dios. Cuando Jesús, el Hijo De Dios, apareció entre los hombres muchos tuvieron el privilegio de encontrarse con él y también ser llamados y elegidos. Cuando comenzaron a nacer las comunidades de discípulos de Jesús los apóstoles y guías de las comunidades se convirtieron en mediadores de esa llamada de Jesús. De igual modo a lo largo de la historia de la Iglesia ¿y en nuestros días?

Por Santiago Marcilla Catalán (†), agustino recoleto

Estamos ante dos de las múltiples páginas vocacionales que recoge la Escritura. Las hemos oído tantas veces, que parece que ya están lo suficientemente exprimidas como para que no podamos extraer ya una gota de enseñanza. Pero, ¿es eso así?

A primera vista, con un horizonte tan poco despejado en el campo del seguimiento del Señor, aflora la sensación de que la voz de Dios no se oye con tanta frecuencia como antes, o, al menos con igual nitidez. Podríamos preguntarnos de entrada: ¿es que Dios se ha quedado mudo, o será que los hombres han perdido “capacidad auditiva”?

El propósito de la Iglesia, al presentarnos estas páginas del Libro Santo, es hacernos caer en la cuenta de que, por parte de Dios, no ha cambiado nada. Su fidelidad es eterna y su proyecto de amor, invariable. Cada uno de nosotros es una perla a los ojos de Dios y, para que brillemos con todo esplendor, nos llama a salir de la concha de la vida cómoda y de la satisfecha tranquilidad, para ponernos en línea de compromiso. Las perlas nada valen, perdidas en la oscura profundidad de sus valvas. Pero ¡cómo refulgen, bien pulidas, en el rostro de las mujeres, por ejemplo! ¡Qué belleza misteriosa comunican! Eso mismo quiere hacer de nosotros el Señor.

Dios es un incansable “llamador”. A veces llama a un niño. A veces a un mayor. Llama a Samuel y llama a los curtidos “pescadores de Galilea”. Siempre parte de Él la iniciativa, aunque parezca a veces otra cosa. Está claro en el primer caso. El niño duerme y Dios le hace llegar su voz. Hay que destacar la disponibilidad del pequeño: imprescindible. Pero no hay que olvidar la función providencial de la mediación de Elí. Si éste no hubiera sido un hombre atento a las cosas divinas, antes bien un escéptico o simplemente un indiferente ante el dato religioso, se habría desentendido del muchacho con palabras destempladas o desdeñosas y no habría acertado a encarrilarlo hacia el Señor que lo buscaba. Quizá fuera oportuno formularnos aquí algunas preguntas, como por ejemplo: ¿he sabido interpretar debidamente la inquietud de algunos jóvenes? ¿He sabido estar atento a los signos de búsqueda que tantas veces parecían manifestar? ¿Soy comprensivo hasta el punto de saber ceder e incluso secundar las aspiraciones religiosas de mis hijos? ¡Cuánto poder tiene un padre, un sacerdote, cualquier formador o catequista, si sabe interpretar adecuadamente estas motivaciones y encauzarlas hacia el Señor!

La iniciativa es igualmente de Dios, aunque, tratándose de los apóstoles, parezca que son éstos quienes desempeñan la parte activa. Son ellos, efectivamente, quienes van tras Jesús, una vez que Juan lo señala como el “Cordero de Dios”. Pero fue Juan quien los enderezó hacia el Maestro; más aún, fue el propio Dios quien suscitó y llamó como profeta a Juan. Es importantísimo este papel de las mediaciones y resulta sorprendente y desconcertante lo recto que suele escribe Dios con las líneas torcidas y tercas de nuestras vidas. Julien Green llegó a escribir: «Dios no habla, pero todo habla de Dios». Naturalmente, para todo el que quiere oír.

Las primeras palabras que pronuncia Jesús en el evangelio de Juan van al fondo y tocan las raíces mismas de nuestra vida: ¿qué buscáis? Si somos sinceros y nos hacemos interiormente esta pregunta, quizá nos podamos llevar más de una sorpresa, especialmente desde el interior de una cultura cerrada, como la nuestra, que parece preocuparse sólo de los medios, olvidando casi siempre el fin último. Es un dato de experiencia, ¿para qué engañarnos? Para algunos, la vida es un “gran supermercado” y lo único que les interesa es adquirir objetos con los que poder consolar un poco su existencia. Otros buscan ansiosamente escapar de la enfermedad, de la soledad, la tristeza, los conflictos familiares o el miedo. Pero, escapar ¿hacia dónde? ¿Hacia quién? Otros ya no pueden más y quieren que les dejen solos, olvidar a los demás y ser olvidados por todos. La mayoría buscamos sencillamente cubrir las necesidades diarias y seguimos luchando por ir cumpliendo nuestros pequeños deseos. Ahora bien, aunque todos ellos se cumplieran, ¿quedaría nuestro corazón satisfecho? ¿Se apaciguaría nuestra sed de consuelo, liberación, felicidad y plenitud? En el fondo, ¿no andamos los hombres buscando algo más que una simple mejora de nuestra situación? ¿No anhelamos algo que, ciertamente, no podemos esperar de ningún proyecto político o social? Parémonos a pensar: ¿quién soy yo? ¿Un ser minúsculo, surgido por azar en una parte ínfima de espacio y de tiempo, arrojado a la vida para desaparecer enseguida en la nada, de donde se me ha sacado sin razón alguna y sólo para sufrir? ¿Eso es todo? ¿No hay nada más?

Por eso, porque fácilmente se intuye que las cosas no pueden ser así, lo más honrado que puede hacer el hombre es buscar. No cerrar ninguna puerta. No desechar ninguna llamada. Buscar a Dios, tal vez con el último resto de las fuerzas y de la fe. Tal vez, desde la mediocridad, la angustia o el desaliento. Y, ¿por qué no? ¿Por qué no buscarlo con ansia, tal como hace el salmista? ¿Por qué no buscarlo con la curiosidad del muchacho que todo lo toca, todo lo pregunta, todo lo quiere saber? ¿Por qué no buscarlo con la paciencia del sabio o del artista, que sacrifican tantas horas de diversión para investigar el remedio del cáncer o convertirse en virtuosos del arpa? Más aún, puede incluso resultar fácil ir a la búsqueda de Dios, pero es mucho más difícil caer en la cuenta de su presencia, cuando está cerca. Lo decía André Frossard, ese impresionante convertido francés: «Mucho más que estar seguro de que Dios existe me costó acostumbrarme a la existencia de Dios». Y aún más, por más esfuerzos que hayamos hecho, de nada sirve encontrar a Dios, si no se está dispuesto a seguirlo y a entregarse a su causa.

El venid y veréis de Jesús es el «noviciado» obligatorio que todo cristiano debe vivir en su vida para convencerse de la llamada del Señor, para conocer su plan de amor transformante y lanzarse luego de bruces a la misión que se le confía. Allí, en el silencio profundo de la meditación, en el diálogo sincero con el amigo, desnudados de las máscaras y manante a chorro limpio la fuente de las confidencias, llegaremos a descubrir, por encima del pequeño tejado de nuestra casa, el horizonte dilatado de una tarea solidaria. Seguro que, si somos sinceros y nos abrimos a la acción de su Espíritu, podremos decir también nosotros algún día, como el pequeño Samuel: «Habla, Señor, que tu siervo escucha». Lo demás vendrá por sí solo. No será “coser y cantar”, porque Dios suele probar a fuego a sus amigos y encomendarles misiones difíciles. A Samuel le confió anunciar la desaparición del santuario de Siló y la de su propio sacerdocio; más aún, la unción de Saúl como rey, el cual le hará pasar a segundo plano. Con todo, Dios no abandona a los que le aman y siempre manda amanecer la aurora tras los últimos nubarrones de la tormenta.

Tan importante fue el encuentro de los primeros discípulos con Jesús, que el evangelista Juan consigna la hora exacta: «serían las cuatro de la tarde». Os invito a que no os defendáis de Jesús, sino a que os fiéis de Él, a que os encontréis en la intimidad, donde se dicen las grandes verdades y a que pregonéis lo que os encarga. A partir de esa hora -siempre serán las cuatro de la tarde- vuestra vida será otra.