Oh Rey de las naciones y Deseado de los pueblos, Piedra angular de la Iglesia, que haces de dos pueblos uno solo, ¡ven y salva al hombre que formaste del barro de la tierra!
Esta antífona, en un primer nivel, nos remite de nuevo a las promesas del Antiguo Testamento, donde David es figura del rey que habría de venir, Cristo. Cristo es quien tiene que gobernar y regir a su pueblo como el verdadero y único rey.
Pero, como observa san Agustín, el reinado de Cristo y su reino todavía no se han instaurado completamente en este mundo. Es un reino que germina día tras día, pero que no ha llegado todavía a su plenitud. No obstante, al creyente se le pide que tenga fe y que crea que el reino de Cristo vendrá. San Agustín nos ofrece tres reflexiones.
En primer lugar, el reinado de Cristo no se puede ver con claridad en el mundo en el que vivimos, donde parece que quienes viven sin Cristo y haciendo el mal les va bien, mientras que a los que intentan vivir según los mandamientos de Dios, en ocasiones les va mal, y tienen que sufrir. San Agustín recuerda que los impíos son como la hierba del campo, que no tiene raíz y que pronto se secarán, mientras que el justo tiene la raíz profunda del amor, que le hará florecer en la vida eterna:
[…] “pero si la raíz de tu amor es profunda, como la de muchos árboles durante el invierno, pasará el frío, vendrá el verano, es decir, el día del juicio; es entonces cuando el verdor del heno se secará y aparecerá la gloria de los árboles. Vosotros estáis muertos, dice el Apóstol, igual que parecen estar los árboles en invierno, como secos, como muertos. Entonces, ¿qué esperanza nos queda, si estamos muertos? La raíz está debajo; y donde está nuestra raíz, está también nuestra vida, porque allí está también nuestro amor” (Comentario al salmo 36, 1, 3).
Por otro lado, san Agustín invita a vivir con una esperanza escatológica, deseando que venga el reino de Dios. Pero el Hiponense se da cuenta de que muchos creyentes caen en la paradoja de rezar el Padrenuestro —donde pedimos a Dios que su reino venga—, y, sin embargo, no desean en el fondo de su alma que el reino de Cristo venga, pues aman demasiado las cosas de este mundo y no tanto las de Cristo. Por ello san Agustín invita a la coherencia de vida y a la conversión para pedir y desear que venga el reino de Cristo, pues en él reinaremos junto con el Señor, y pasará la figura de este mundo con sus pecados y su corrupción:
“Una vez que haya comenzado ya a desear que venga Cristo, convertida ya en alma casta que suspira por el abrazo del esposo, renuncia al abrazo adúltero e interiormente se vuelve virgen en virtud de la fe misma, la esperanza y la caridad. Ya tiene confianza en el día del juicio; cuando ora y dice: Venga tu reino, ya no entra en conflicto consigo misma. Pues quien teme que venga el reino de Dios, teme que se le escuche. ¿Cómo puede decirse que ora quien teme que le escuchen? En cambio, quien ora con la confianza que otorga la caridad, desea que llegue ya. A propósito de ese deseo decía el salmista: Y tú, Señor, ¿hasta cuándo? Vuélvete, Señor, y libra mi espíritu. Gemía porque se difería su partida. Pues hay hombres que se arman de paciencia para morir y hay, por el contrario, otros que se arman de la misma paciencia para vivir” (Tratados sobre la 1ª Carta de Juan 9, 2).
En tercer lugar, cuando san Agustín explica el Padrenuestro y llega a la parte donde se pide que venga el reino de Dios, medita y señala que el reino de Dios va a venir algún día, lo queramos o no, lo pidamos o no. El reino vendrá. Por eso san Agustín se pregunta sobre el sentido que tiene esta petición. Y dice que lo que pedimos es que, cuando venga este reino de Cristo, que podamos ser hallados dentro de él, no fuera por nuestros pecados y rebeldías, sino en su interior. Así seremos bienaventurados al poder recibir con plenitud lo que significa este reino, es decir, que Dios reine, gobierne en nuestras vidas y nos haga felices. De hecho, la felicidad del hombre está en Dios, como señala el mismo san Agustín: “Nos hiciste para ti y nuestro corazón esta inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones 1, 1):
“También deseamos que venga su reino. Vendrá, lo queramos o no, pero desear y suplicar que venga su reino no es otra cosa que desear, esperándolo de él, que nos haga dignos de su reino, no sea que —Dios no lo quiera— venga, pero no para nosotros (…) ¿Qué significa que venga para nosotros? Que nos encuentre buenos. Esto es lo que pedimos: que nos haga buenos; entonces vendrá para nosotros su reino” (Sermón 58, 2)
Que en este tiempo del Adviento preparemos los caminos para que venga a nosotros el reino de Dios, y que su gracia nos permita ser reino de Dios y estar dentro de él cuando Cristo vuelva con todos sus santos en el día del Juicio final.