Domingo II Adviento

Lecturas: Isaías 49, 1-5. 9-11: Preparadle un camino al Señor; Salmo 84, 9abc y 10. 11-12. 13-14: Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación; 2 Pedro 3, 8-14: Esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva; Marcos 1, 1-8: Enderezad los senderos del Señor.

Para entender el mensaje de este domingo te pido que te sitúes en el desierto. Cierra los ojos y siente cómo la arena golpea sensiblemente tu rostro; cómo el calor se hace insoportable y, sobre todo, siente una soledad absoluta, un silencio solo roto por el silbido del viento; la vista se te pierde en el horizonte ocre y el olfato se acostumbra al olor a vacío, a nada. El único entretenimiento es observar las diferentes formas que produce el viento al acariciar la arena, como si hubiese intentado cepillar un inmenso tapiz de arena.

Pero esto no es una pesadilla, nuestra espiritualidad es del desierto; la salvación no brota del templo de Jerusalén sino que, es en medio de la nada, donde surge el gran grito, la gran voz por boca del Bautista que hace que nos despertemos de un salto del letargo al que nos somete la monotonía: ¡Preparad el camino al Señor, allanad sus senderos! Pero mucho antes de ese bocinazo, en el desierto había resonado la voz del Padre dirigiéndose a los profetas: Consolad, consolad a mi pueblo.

Al igual que sucedía el domingo pasado, para sentir la fuerza del mensaje de Isaías tenemos que ponernos en la situación del pueblo de Israel al recibir por boca del profeta un anuncio de alegría, de luz. Se le ha encargado que hable al corazón del pueblo para hacerle razonar e indicarle que el destierro está a punto de concluir, que llega el momento de regresar a su tierra. Para ello hay que allanar el camino abajando montes y elevando valles. Si lo pensamos bien, la única apisonadora capaz de convertir los montes de la soberbia y los valles de la dejadez en un verdadero “camino” sin obstáculo es la de vivir con corazón sincero el seguimiento. De esta manera la gloria de Dios se revelará a todas las naciones; Dios va a hacerse presente pese a todo lo ocurrido y por ello el profeta debe gritar con todas sus fuerzas el nuevo tiempo que está para llegar donde las penurias y los días grises y monótonos se dejan atrás porque Dios ha actuado de una vez para siempre.

Trasladando el mensaje a nuestra vida, a este mundo con guerras abiertas, refugiados, inmigrantes que se ahogan en el mar o se tuestan en el desierto con la ilusión de un mundo mejor…; debemos esperar, también, al Dios consolador, que se vuelca con los sufrimientos de su pueblo. Consolar significa estar con el que se halla solo, aliviar su carga, calmar su inquietud, fortalecer la fragilidad que siente, suavizar su angustia; para que pueda vivir en plenitud y lleno de confianza. El consuelo no sustituye el dolor, pero sí ensancha el horizonte de esperanza y fortalece el coraje para afrontarlo. La situación de desolación que vive el pueblo de Israel provoca que Dios tome partido de una vez para siempre, de forma que recuperen su territorio y se restaure el orden establecido. Dios se coloca al frente del rebaño como un pastor amoroso. Esto no se queda en un bla, bla, bla…; de fervorín o de monserga. No es una lista interminable de buenos deseos. El consuelo va acompañado de acciones. El texto nos describe muy bien el dinamismo: los montes se abajan, los valles se levantan, y Dios mismo se pone al frente. Las acciones abren caminos. El consuelo nos habla al oído en el presente y nos infunde una esperanza.

En este tiempo de Adviento, necesitamos consuelo, luz, esperanza… Tenemos que anular las barreras, abajar los montes y elevar los valles. para que Dios pueda, de una vez por todas romper nuestro ruidoso silencio con el eco alegre del anuncio de su venida, con su consuelo definitivo. Ya nos queda menos.