Isaías 63, 16c-17. 19c; 64, 2b-7: ¡Ojalá rasgases el cielo y descendieses!; 1 Corintios 1, 3-9: Aguardamos la manifestación de nuestro Señor Jesucristo; Marcos, 13, 33-37: Velad, pues no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa.
Las lecturas de este primer domingo de Adviento nos invitan a permanecer firmes y vigilantes, atentos a los signos de la presencia de Dios en la vida diaria. El profeta Isaías refleja cómo el pueblo de Israel está hecho polvo, desolado, sin ánimo alguno porque Dios, harto de sus desprecios, de su indiferencia, de su desobediencia, ha decidido ocultarle su rostro.
El pueblo le pide a Dios que cambie, pues, como dice el profeta, nosotros somos arcilla y tú nuestro alfarero, que vuelva, rasgue el cielo y baje. Este es el Dios que tiende siempre su mano familiar y cercana en favor de los hombres. No es un Dios que actúe puntualmente sino que está comprometido totalmente con su pueblo.
El evangelio presenta a Dios marchándose y dejándonos solos por un momento aunque nuestras prisas y nuestro egoísmo infantil hagan que la ausencia se nos haga eterna. Dios no tiene prisa, llega siempre a su hora, ni antes ni después. Marcos nos pide que estemos atentos y despiertos pues en el momento que menos esperemos, volverá. Pero esperar se nos hace interminable, no tenemos paciencia suficiente, todo tiene que ser para “antes de ayer”, también con Dios.
Entrar en el Adviento es asumir que el guía de la historia es Dios mismo. El momento y la hora de Dios no depende de nosotros, ni de nuestras prisa, sino de Él. Nosotros queremos que Él haga lo que a nosotros nos conviene en cada momento, que sea nuestra mascota para tener algo que hacer o que alguien se ponga contento cuando nos ve. Hoy Marcos nos manda que velemos, que vigilemos para descubrir dónde está Dios. ¿Dónde se hace presente Él? Pues en los ojos que saben mirar.
El Adviento puede ser una buena oportunidad para dejar a un lado las prisas y ejercitarse en el arte de esperar con paciencia mientras echamos a volar la ilusión por lo que va a llegar…, sabiendo que no está en nuestras manos adelantarlo, que el cielo se rasgará cuando tenga que ser, ni antes ni después. De esta forma, el corazón estará más a punto para cuando Dios sea un Dios-con-nosotros a quien poder mirar a los ojos en una contemplación que deberíamos medir y aprovechar en unidades de eternidad.
Hacerse con el control del tiempo para aprovecharlo en lo que de veras merece la pena. Darle un sitio a la esperanza frente a la prisa es una excelente tarea de Adviento que hará que este tiempo no pase inadvertido. Quizá así, esta vez sí, vivamos más profundamente esta Navidad, que se nos anuncia por todos lados, pero que interiormente solo nosotros podemos preparar y celebrar.