Domingo XXXI del tiempo ordinario: Y yo ¿de quién aprendo?

«Tristemente es un signo de los tiempos que los fariseos estén en pleno auge mientras los profetas languidecen como quien cuenta los granos del reloj de arena. Tenemos que esforzarnos de verdad por liberarnos de una religión que satura nuestra conciencia y no nos lleva a la búsqueda continua de Dios para que sea de verdad alimento de vida y no alimento de muerte».

Por Roberto Sayalero, agustino recoleto. Zaragoza, España.

Y yo ¿de quién aprendo? No se trata de trazar la línea entre buenos y malos, justos e injustos, sinceros y falsos, realistas y soñadores, zalameros e hirsutos. El asunto es saber cuál es nuestra fuente, a quién le damos mayor credibilidad, quién se encarga de contrastar lo que hacemos o de confrontarnos cuando nos parece que somos intocables.

A día de hoy escasean los profetas, los que lo son con todas las letras, no los que se erigen como tales o se autoproclaman. Hoy este tipo de gente no interesa, incomodan demasiado con su forma de ser porque son coherentes con lo que piensan y además lo dicen sin miedo. Además acompañan sus palabras con sus obras, con su vida, algo que las nuevas generaciones podrían ver con extrañeza. Somos, nos guste o no, presos, esclavos de nuestras palabras y eso, a veces, trae sus consecuencias, porque no se puede exigir lo que uno mismo no cumple, ni se puede vivir de forma totalmente opuesta a lo que se dice. Eso es hipocresía de primera calidad o, para ir aterrizando en el evangelio de hoy, fariseísmo puro y duro.

Después de tantos domingos de confrontación llegamos a la última por este año. El evangelio del domingo pasado en el que se nos presentaban el amor a Dios y al prójimo como los mandamientos principales que resumen la Alianza, junto con el de hoy nos sirven de perfecta recapitulación de lo fundamental del ser cristiano. Jesús desenmascara definitivamente a los fariseos, dedicados a exhibirse y a cargar fardos sobre las espaldas ajenas sin ser consecuentes con su palabra. Además, exhorta a los discípulos a no considerarse unos por encima de otros, pues todos somos hermanos. Entonces, ni maestro, ni padre ni señor, sino todos hermanos con un mismo maestro y un mismo Señor. Las relaciones de unos con otros no se entienden sin el servicio revestido de amor y generosidad.

Tristemente es un signo de los tiempos que los fariseos estén en pleno auge mientras los profetas languidecen como quien cuenta los granos del reloj de arena. Tenemos que esforzarnos de verdad por liberarnos de una religión que satura nuestra conciencia y no nos lleva a la búsqueda continua de Dios para que sea de verdad alimento de vida y no alimento de muerte.

Todos llevamos por dentro un fariseo más o menos desarrollado y, a veces, hasta le prestamos atención. Hemos de acabar con él lo antes posible. Esa es una cuestión vital que nos libera de mil y una tonterías y nos centra en lo que ha de ser nuestra única vocación: ser felices para que podamos hacer felices a los demás y luchar por erradicar el sufrimiento y el dolor. Y esto tanto a nivel social como religioso.

La eucaristía es la fiesta de la vida que vence a la muerte. Ojalá participar nos haga verdaderos profetas pues eso significará que nos ha hecho más coherentes con nuestra fe y hemos matado un poquito más a ese maldito fariseo que portamos. Si los profetas se extinguen, la sociedad y la vida cristiana evangélica estarán heridas de muerte. Está en nuestras manos si preferimos aprender de la doctrina mortecina del cumplimiento o prestar atención a la incómoda voz que nos mantiene despiertos y atentos a lo que sucede y a lo que nuestra vocación de cristianos tiene que hacer frente en cada momento.