Is 25,6-10a: Preparará el Señor un festín, y enjugará las lágrimas de todos los rostros. Sal 22,1-3a.3b-4.5.6: Habitaré en la casa del Señor por años sin término. Flp 4,12-14.19-20: Todo lo puedo en aquel que me conforta. Cf. Ef 1,17-18: Aleluya, aleluya, aleluya. Mt 22,1-14: A todos los que encontréis, llamadlos a la boda.
Por Rafael Mediavilla, agustino recoleto. Valladolid, España.
“Lo que os está preparado igual que vosotros yo no lo sé, pero hay quien no deja de proveer a todos de todo y especialmente en este banquete. Y nosotros muchas veces dejamos de comer porque estamos enfermos o porque nos hemos saciado o porque estamos ocupados” (San Agustín, La vida feliz 3,17).
Con la lectura continua del evangelio de Mateo de esos tres últimos domingos la Iglesia nos ha invitado a escuchar tres parábolas en las que Jesús insiste en el cambio en los destinatarios de la predilección de Dios. En la primera eran los pecadores que forman parte del mismo pueblo que los sacerdotes, pero que son despreciados por ellos; en la segunda, fue incluso un nuevo pueblo y en la tercera se concreta que son los que están fuera, en los caminos, malos y buenos.
En esta última parábola Jesús recurre a una imagen presente también en otras: el banquete. El banquete era un momento de especial importancia en la vida del pueblo de Israel, una imagen significativa en la literatura del Antiguo testamento y una actividad muy presente en los pasajes evangélicos que describen la misión de Jesús. De él dirán sus adversarios que banqueteaba, se dejaba invitar por publicanos como el mismo Mateo o Zaqueo, y también por fariseos… En todos esos encuentros habrá una enseñanza, unas palabras que iluminan y desconciertan al presentar el pensamiento y el talante de Jesús: hace a Mateo discípulo suyo, lleva la salvación a la casa de Zaqueo, alaba a la pecadora que lava sus pies. Tanto sus palabras como sus hechos están llenos de una nueva sabiduría.
El libro de los proverbios utiliza la imagen del banquete para describir la riqueza que ofrece la sabiduría. El banquete que estaba presente en las relaciones de Dios con los hombres, el Dios invitado por Abraham cuando pasa delante de su tienda, el banquete que forma parte del encuentro entre los que firman un pacto y se incorpora a la representación de la alianza de Dios con su pueblo. Esa tradición es un hecho cultural común en la antigüedad y también, podemos decir, en la mayor parte de lugares y tiempos.
El encuentro de los discípulos de Jesús tiene lugar y tiempo especial en un banquete, la Eucaristía. En él se comparte la presencia de los otros, su conversación, sus gestos y actitudes de servicio, y también la sabiduría de la palabra del Maestro.
El libro más conocido de Platón es El banquete. El filósofo va describiendo el encuentro de los que desean hacer el elogio del amor con un protagonismo especial de Sócrates. Será él el que intervenga en último lugar después de escuchar los discursos de alabanza del amor. Su disertación comienza, como era habitual según su discípulo Platón, con un diálogo en el que interpela a los otros. El diálogo entre los comensales es amigable, unos a otros reconocen las virtudes ajenas, aprenden de la enseñanza mutua. Sócrates llevará a sus oyentes a que no les baste con la hermosura de las palabras, con la belleza del discurso sino que busquen con espíritu crítico la verdad. Aquella verdad que señala los esfuerzos mediante los cuales el amor alcanza su fin supremo. Y cuando parece que no hay nada más que añadir Platón continúa el relato de aquel día con la intervención del que en medio del banquete ha perdido la sobriedad promoviendo con sus compañeros también borrachos el desenfreno. Antes de que esto llegue el líder de los borrachos ha reconocido en medio de aquellos filósofos, a los que interrumpió en su conversación, a Sócrates y, sorprendentemente, queda callado y se evapora su entusiasmo y su invitación a la orgía. Se convierte más bien en elogio y admiración a la persona de Sócrates.
Diálogo, banquete y sabiduría están presentes también en un admirador de Platón y de Sócrates en un hombre que pertenece ya al imperio romano: Agustín de Hipona. También él estará rodeado de amigos y discípulos que acompañan su banquete con discursos y conversación sobre los asuntos más transcendentes de la vida. En el Banquete de Platón la reflexión y el discurso era sobre el amor; en el diálogo que tiene lugar en Casiciaco será sobre la felicidad. Agustín será entonces el admirado por los que le escuchan y al mismo tiempo maestro y amigo de sus discípulos. Agustín les invita a descubrir juntos el secreto de la vida feliz.
Agustín es el admirador y discípulo de aquel que un día en medio del banquete del que disfrutaban todos, incluidos los que nunca pensaron en ser invitados porque estaban fuera de la ciudad, en los caminos, encontró a uno que en vez de participar en el manjar de la sabiduría, pretendía, como otro Alcibíades, aprovecharse para comer y beber sin transformar su vida.
Hasta el formar parte de los invitados al banquete de Jesús y participar en su banquete puede llevar a seguir en la propia ideología y utilizarle a Él y su mensaje para fundamentar y apoyar el propio pensamiento y la forma de vida de siempre.

