«Amar a Dios en el hombre y amar al hombre en Dios. Todo está englobado aquí. Esta es la voluntad de Dios y este es su precepto. Este es el primero, el segundo y el décimo; todos se resumen en estos dos».
Por Roberto Sayalero, agustino recoleto. Zaragoza, España.
¿Cuánto puedo ganar? Allá por el siglo XIII el Maestro Eckhart decía que «Hay gente que quiere ver a Dios con los mismos ojos con que ve a su vaca, y quiere amarle como quiere a la vaca: la quiere porque le da leche y queso y le resulta provechosa. Lo mismo sucede con todos los que aman a Dios para alcanzar riqueza exterior o consuelo interior. Los que aman así no aman a Dios sino su propio provecho». Quizá nosotros estemos alejados del mundo rural o nos parezca una referencia demasiado rústica, pero la afirmación del teólogo alemán creo que puede describir muy bien lo que nos propone el evangelio de este domingo.
No abandonamos el clima de confrontación. La ley constaba de un total de seiscientos trece preceptos de los cuales trescientos sesenta y cinco eran prohibiciones y doscientos cuarenta y ocho eran positivos. Entre todo este mar de leyes y preceptos la pregunta tiene su lógica: ¿cuál es el mandamiento principal? Jesús deja claro que el amor es la única manera de ser fiel a la Alianza, al pacto de Dios con los hombres. Este mandamiento está más allá del tiempo, es un continuo presente, un manantial inagotable que no puede ser reducido a una ley. El amor es siempre imperativo, no hace memoria ni fundamenta el presente en el pasado, ni premedita un futuro sino que es un continuo “Ámame” espontáneo y visceral que Dios dirige a cada uno de nosotros. Por eso, este mandamiento es el primero y principal a través del cual todos los otros se tamizan y abandonan la categoría de leyes desencarnadas y agobiantes, para convertirse en tentáculos de este ámame eterno que este Dios, convertido en celoso amante, continuamente nos reclama. ¿Qué otra cosa puede decir el Amor, Dios mismo, sino “Ámame”?
Así de simple, así de liberador, así de fácil de entender, aunque no muy fácil de vivir. Amar, amar y amar, esa es nuestra tarea, y así debe ser nuestra vida.. Amar a Dios en el hombre y amar al hombre en Dios. Todo está englobado aquí. Esta es la voluntad de Dios y este es su precepto. Este es el primero, el segundo y el décimo; todos se resumen en estos dos.
Nosotros no tenemos tantos mandamientos, solamente diez; da igual tener diez que quinientos treinta y siete. Lo que hay que mirar es el espíritu con el que los vivimos. Al igual que pasaba en tiempos de Jesús, hoy hay mucha gente que todavía tiene toda su confianza puesta en la ley, y creen que cumpliendo a rajatabla se acumulan méritos por docenas y se mantiene a Dios más feliz que un regaliz. Además, nos negamos a desterrar la casuística, parece que nos encanta. Nos preguntamos qué hay que cumplir, qué obliga, hasta dónde se puede llegar sin que Dios se enfade, cuándo se peca, cuándo no… Llegamos a hacer distinciones ridículas y absurdas, pero que para muchas personas generan demasiado sufrimiento. Sería más útil, más sano y más cristiano, que en vez de confundir las relaciones con Dios con el Código de Derecho Penal, nos preocupásemos todos por encontrar el principal mandamiento, el valor básico del que nunca nos podremos desprender, y nos dejásemos de tonterías.
Responder adecuadamente al amor de Dios a través del hombre, supone articular nuestra vida desde el amor verdadero, amando hasta que nos duela, que decía Teresa de Calcuta. Nosotros tenemos que entrenarnos al igual que los deportistas de alta competición o de quienes están empeñados en aprender a tocar un instrumento musical, siendo conscientes de que los resultados no dependen solamente de nosotros, de nuestro esfuerzo. Escuchar, ponerse en el lugar del otro, hablar con sinceridad y franqueza, trabajar en común, confiar sin límites, aceptar las diferencias, perdonar sin reservas, respetar la libertad…; son algunas de las tareas que debemos emprender en nuestro entrenamiento, que exige no solo esfuerzo sino acallar nuestro egoísmo, pero que va en beneficio de este mundo que Dios nos ha regalado, pues entonces podremos construir fraternidad. Volviendo al principio, Dios no es una vaca, pero si lo amamos de verdad, los demás podrán beneficiarse de nuestros frutos. “Ámame” nos dice Dios; ¿a qué esperamos?


