Domingo XXVIII del tiempo ordinario: ¿Voy bien vestido?

«Reunámonos entonces en torno a la mesa, entremos en comunión con Dios, apiñémonos en torno a Jesús, hagamos la experiencia de sentirnos un Cuerpo. Pongámonos el vestido de fiesta, el vestido cristiano, el traje del amor, de la sinceridad y de la entrega. No hacen falta medallas sino obras. En la mesa de la comunión es necesario estar constantemente amando: este es el manjar suculento, el alimento que en nombre de Dios nos ofrecemos unos a otros».

Por Roberto Sayalero, agustino recoleto. Zaragoza, España.

¿Voy bien vestido? La única condición que se nos pide a la hora de sentarnos a la mesa del gran banquete de la eucaristía es que traigamos puesto el traje de fiesta de los cristianos, absolutamente resistente a las modas; el traje del amor transparente, sincero y comprometido.

En lenguaje coloquial diremos que el evangelio de hoy pone la puntilla a todo lo que hemos ido viendo en los domingos anteriores. Por exagerado, el relato resulta increíble; no deja de ser llamativo que todos los invitados rehúsen a la vez la invitación al banquete y que el anfitrión invite a todo el mundo, a “malos y buenos”, dice el evangelista. Los grandes de la sociedad de la época se quedan fuera y los que no cuentan se convierten en invitados. El orden social se invierte totalmente. Cuando el poder, la riqueza, y la dignidad de las personas se distribuyen de forma que unos pocos lo tienen casi todo y la mayor parte no tiene casi nada, la sociedad es insostenible. Por esta razón, si nos convencemos de que el mensaje del Reino es un verdadero proyecto de vida que busca no sólo la dignidad y la igualdad sino también el que todos puedan participar en la gran fiesta de la vida, la parábola del evangelio de este domingo es la metáfora más elocuente del Reino de Dios.

Si nos cuesta imaginarnos esto pensemos en lo que pasa cuando nos sentamos a la mesa con la familia, con los amigos… ¿Cuál es nuestra actitud? Tenemos que tener claro que el sentarse alrededor de la mesa de la eucaristía derriba todas las barreras y nos introduce de cabeza en la fraternidad universal basada en un ejercicio constante de la compasión desde la honradez, no desde el paternalismo que da pan y puñaladas; y en un espíritu crítico capaz de indignarse ante la injusticia. La mesa de la eucaristía exige que nos apretemos un poco para que dejemos sitio a todos aquellos que aún no han ocupado su asiento.

Reunámonos entonces en torno a la mesa, entremos en comunión con Dios, apiñémonos en torno a Jesús, hagamos la experiencia de sentirnos un Cuerpo. Pongámonos el vestido de fiesta, el vestido cristiano, el traje del amor, de la sinceridad y de la entrega. No hacen falta medallas sino obras. En la mesa de la comunión es necesario estar constantemente amando: este es el manjar suculento, el alimento que en nombre de Dios nos ofrecemos unos a otros.

Termino con unas palabras de una de las tantas víctimas de nuestra sociedad: Eduardo Gómez Macías, reflexionando sobre la eucaristía escribe: «Desde la soledad no deseada de esta maldita prisión, pido a mi Señor que transforme en carne los corazones de hierro frío y abra las manos agarrotadas para que en ellas florezca de una vez por todas la semilla del amor, la entrega y la ayuda al prójimo, al pobre y necesitado». Ojalá nos demos por aludidos y pongamos manos a la obra.