«El canto de la viña de Isaías, de la primera lectura de hoy, presenta a un delicado viñador que después de su esfuerzo en vez de recoger uvas dulces recoge agrazones. Nosotros tenemos que sentirnos esa viña cuidada y mimada hasta el extemo por Dios. A cada uno, como cepas de su viña, nos ama como si no existiésemos nadie más que Él y nosotros, como si de verdad necesitase amarnos para ser feliz».
Por Roberto Sayalero, OAR. Zaragoza, España.
¿Cómo son mis frutos? Las lecturas de hoy, centradas en la viña, insisten en la importancia del fruto. Nosotros estamos llamados a dar fruto, a ser bendición y alegría para el corazón de toda la humanidad, cosa que podemos conseguir simplemente siendo sensibles a las necesidades de los otros.
El evangelio contiene un resumen de la historia de la salvación: Los labradores son los dirigentes, que se creen propietarios de la Viña pero no son más que simples inquilinos. Los enviados son los profetas. Algunos maltratados y otros, asesinados. El hijo es Jesús: lo empujan fuera de la viña y lo matan. Al final, la viña cambia de inquilinos para que otros labradores den fruto.
Dependiendo de la latitud en que nos encontremos, la imagen de una viña nos resulta más o menos familiar. Para los oyentes de Jesús, sí lo era. El canto de la viña de Isaías, de la primera lectura de hoy, presenta a un delicado viñador que, después de su esfuerzo, en vez de recoger uvas dulces, recoge agrazones. Nosotros tenemos que sentirnos esa viña cuidada y mimada hasta el extemo por Dios. A cada uno, como cepas de su viña, nos ama como si no existiésemos nadie más que Él y nosotros, como si de verdad necesitase amarnos para ser feliz.
Nosotros no siempre sabemos corresponder a ese amor, no siempre nuestros frutos son dulces. Dios solamente nos exige los frutos que podemos dar, porque precisamente, si sirve la comparación, Él nos ha plantado y conoce cuáles son nuestras posibilidades. Esta puede ser una de las conclusiones que podemos extraer para poner en práctica en nuestra vida: caminar alegres y confiados en el amor de ese Dios viñador que exige de nosotros frutos, pero nunca por encima de nuestras posibilidades.
La segunda conclusión es que hemos de tener cuidado y evitar hacernos dueños y señores de la viña. No somos más que arrendatarios, servidores de esos frutos que estamos llamados a dar como comunidad. A veces nos gusta hacer coincidir la voluntad de Dios con la nuestra, como si fuésemos los administradores. Para ello tenemos que esforzarnos en hacer crecer nuestra Iglesia horizontalmente, respetando al Espíritu como verdadero sembrador. Si no intentamos comportarnos así nunca llegaremos a entender el mensaje del Reino que es de igualdad, pero no de uniformidad. Viviendo así, seguro que damos frutos y somos vino que alegra el corazón del hombre y no vinagre que causa dolor y exclusión.


