«Para nuestra vida esta parábola contiene, en mi opinión, una enseñanza fundamental: hemos de desterrar de una vez por todas la idea del Dios propietario, del Dios patrón que paga según los méritos adquiridos.
Por Roberto Sayalero Sanz, OAR. Zaragoza, España.
¿Solo esto? Considerar que Dios es un banquero, un agente de bolsa o un empresario multimillonario es tan estúpido como la actitud de aquellos padres que al final del día calculaban el rendimiento y los beneficios que les habían producido sus hijos para determinar la cantidad de cariño, atención y ternura que merecían. Si esto ocurriese en la realidad nos echaríamos las manos a la cabeza y llamaríamos, con razón, a un psiquiátrico. El problema aparece cuando pasamos a la realidad y ajustamos nuestra relación con Dios a estos parámetros con el fin de aglutinar méritos y gozar en el cielo de una habitación con vistas al mar.
Una nueva parábola, una nueva situación de la vida real con la que se nos quiere mostrar que Dios es generoso, que no tiene medida alguna. Desde el punto de vista empresarial, el propietario comete un disparate pues paga lo mismo al que ha trabajado todo el día que al que ha trabajado solamente un rato. La clave para entender bien la parábola nos la da la pregunta que está casi al final: “¿Vas a tener tu envidia porque yo soy bueno?” Dios no se relaciona con nosotros cono un contable atado siempre al haber y al debe. Dios se acerca a nosotros como lo hace un padre, desde la bondad y la generosidad. Dios no es un tacaño, ni un usurero, ni un creído al que le gusta que le hagan la pelota todo el día. Dios es generoso y punto. El sentido de la parábola es que Dios quiere a todos los hombres en su Reino, en su pueblo; a todos los quiere llenar de vida, sin importarle la hora de la llamada, ni los méritos que hayamos contraído. Frente al “capitalismo espiritual” nos dice que trabajar por el Reino da felicidad siempre, pero no acumula méritos para el cielo.
Para nuestra vida esta parábola contiene, en mi opinión, una enseñanza fundamental: hemos de desterrar de una vez por todas la idea del Dios propietario, del Dios patrón que paga según los méritos adquiridos. Con demasiada frecuencia uno se encuentra con gente que confunde la vida cristiana con un maratón en el que se coleccionan indulgencias como si así se adquiriese un pase especial para la vida eterna. Dios nos da a todos lo mismo, se nos entrega totalmente sin reserva alguna. Dios no nos concede nada, no podemos comprarlo con nada; Dios, simplemente, se da.
No nos engañemos y caigamos en la tentación de pensar que la Iglesia es una agencia inmobiliaria donde se venden parcelas de cielo a precio devoto. Hemos de intentar con todas nuestras fuerzas amoldarnos a relacionarnos con Dios teniendo presente su generosidad para con todos y, a la vez, hemos de relacionarnos con los demás de igual forma: desde la generosidad y la bondad; no desde el interés relacionándonos solo con quienes creemos que podemos sacar provecho. La parábola no sólo nos muestra cómo es Dios sino cómo actuamos nosotros.
Por último, la sentencia final, un añadido a la parábola original, es una aplicación a la comunidad de Mateo: los últimos (los paganos) serán los primeros y los primeros (los judíos), los últimos. El bien situado protesta porque se le equipara con el marginado, con el que acaba de llegar porque nadie le ha contratado hasta la última hora. Quizá esto esté también hoy presente en muchos ámbitos de nuestra sociedad y es aquí donde los cristianos hemos de dar testimonio de generosidad y bondad. Dios no es de nadie, es Padre de todos, sin distinción, por lo que no debemos pensar que da a unos más que a otros. Cambiemos la reclamacion por el agradecimiento.


