[Eclesiástico 27,30-28,7: Perdona la ofensa de tu prójimo y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas; Salmo 102,1-4.9-12: El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; Romanos 14,7-9: En la vida y en la muerte somos del Señor; Mateo 18,21-35: No te digo que le perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete] Se suele decir en el argot del fútbol que quien perdona pierde. Sin embargo, no ocurre lo mismo en la vida cristiana, pues quien perdona gana; ¡y gana mucho!
Por Fabián Martín, agustino recoleto. Roma, Italia.
1. ¿Por qué tengo que perdonar a mi hermano?
El libro del Eclesiástico, uno de los libros sapienciales de la Biblia, nos da respuesta sencilla y directa a la pregunta: “¿Por qué el rencor y la ira son detestables, y el pecador los posee?”. Podría decirse que el pecador que se cierra a perdonar se condena a sí mismo a vivir de venganza y a prolongar el sufrimiento en el mundo. Por lo cual parece ser una buena inversión perdonar las ofensas. De hecho, cuando se está cerca de una persona que vive en paz consigo misma y con los demás, reconciliada con la vida y con Dios, todos los que están a su alrededor se benefician.
La sabiduría que custodia el pueblo de la Alianza invita a perdonar las ofensas al prójimo, de modo que, cuando se vaya a la oración, también los propios pecados queden personados: “si un ser humano alimenta la ira contra otro, ¿cómo puede esperar la curación del Señor?” Aún más: “si alguien no se compadece de su semejante, ¿cómo pide perdón por sus propios pecados. Si él, simple mortal, guarda rencor, ¿quién perdonará sus pecados?
Para los cristianos, estas palabras son un claro anticipo de lo que aquel hombre sabio de Nazaret enseñó a sus discípulos en las inmediaciones del mar de Galileo. Dijo que en la oración, cuando se hable al Padre del cielo, se le dirijan estas palabras desde lo profundo del corazón: “Perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
¡Cuánto bien nos haría hacerle caso a la sabiduría de la Palabra de Dios! Considera con atención por un momento su mensaje: “Piensa en tu final y deja de odiar, acuérdate de la corrupción y de la muerte y sé fiel a los mandamientos”. Es decir, no pierdas el tiempo con rencores y resentimientos que no llevan a nada. Y, por si acaso no quedara suficientemente claro, insiste: “Acuérdate de los mandamientos y no guardes rencor a tu prójimo; acuérdate de la alianza del Altísimo y pasa por alto la ofensa”.
2. ¿Cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano?
Una vez que queda claro el valor inmenso del perdón, pasamos ahora a calcular cómo hacer la inversión. Pedro, discípulo del Señor, se acerca al Maestro para intentar una aproximación acerca de la rentabilidad del perdón. Y le pregunta: “Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?”
Con nuestra mentalidad habitual podríamos pensar: ¡qué bárbaro, Pedro! ¿Cómo se te ocurre poner una tasa tan elevada? ¿Acaso no sabes lo que cuesta perdonar al que nos ha ofendido? De hecho, es probable que todos tengamos una lista de más de siete personas a quienes les tenemos guardado algún tipo de rencor o resentimiento. Sin embargo, si las perdonamos, ¿con qué nos quedamos? Sería tanto como renunciar al rencor y al resentimiento, que es lo único que me permite maquinar la venganza.
Jesús, que posee el corazón humano de Dios en la tierra, ofrece una respuesta a la pregunta de Pedro que escapa a la lógica de todo cálculo y que abre un horizonte insospechado en el que es posible visualizar una fraternidad universal. “Jesús le contesta: no te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”. ¡Qué inmenso es el amor en el corazón de Dios! ¡Hasta setenta veces siete…!
Y antes de que saques la calculadora para realizar la multiplicación de cuánto sería setenta por siete, deja que el Señor te ayude a entender la profundidad de lo que está proponiendo acerca del perdón. Dice que el reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar cuentas con sus deudores. A uno de sus deudores le perdonó muchísimo porque se lo suplicó. Pero aquel deudor no fue capaz de perdonar a quien, a su vez, le debía poco. Al final, el rey no le perdonó la deuda porque no supo entrar en la alegría del perdón. Esta es la conclusión de la parábola: “Lo mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada cual no perdona siempre de corazón a su hermano”.
3. El perdón es la vida
En la plegaría Eucarística cuarta del Misal Romano se recogen unas palabras que resultan bastante expresivas; se dice: “y a fin de que no vivamos ya para nosotros mismos, sino para él, que por nosotros murió y resucitó, envió, Padre, al Espíritu Santo como primicia para los creyentes a fin de santificar todas las cosas, llevando a plenitud su obra en el mundo”.
El Espíritu Santo trabaja por llevar a plenitud la obra de Jesús en el mundo, que consiste en que vivamos el Evangelio de la misericordia, de la ternura, del perdón. Jesús murió y resucitó para ser Señor de vivos y muertos. Pero para él, que es la fuente del perdón, todos estamos vivos. Precisamente por eso el perdón nos hace vivir, pues permite que circule por nuestras venas y nuestro corazón la vida del Resucitado.
Al respecto, es muy bella la exhortación que san Pablo les dirige a los cristianos de la comunidad de Roma: “Hermanos: ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; así que, ya vivamos ya muramos, somos del Señor. Pues para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de muertos y vivos”. Perdonar es morir a uno mismo, al propio afán de venganza, para dar lugar a la vida nueva, al propio Cristo, en el corazón.