Domingo XXIII del tiempo ordinario: ¿Yo?

«´¿Y si somos nosotros los que tenemos que aceptar la corrección? ¿Qué es lo que sucede entonces? Cuando soltamos ese “¿yo?” o no nos atrevemos a pronunciarlo. Está muy bien hablar de la valentía y la necesidad de ejercer la corrección fraterna pero también hay que considerar que nosotros no somos ni perfectos ni intocables. Muchas veces no damos ejemplo de humildad y docilidad, a pesar de que nos comamos los santos. Hay que saber asumir aquellas cosas que no están bien en nosotros y, desde esa experiencia, emprender el vuelo».

Por Roberto Sayalero, agustino recoleto. Zaragoza, España.

¿Yo? La vida de un grupo no puede entenderse de otro modo que no sea el del trato diario con sus buenos y malos momentos. La física del encuentro interpersonal también produce energía y calor. Unas veces podremos ser patinadores, otras andaremos de puntillas para evitar hacer ruido, o montaremos en ala delta para sobrevolar la realidad que nos circunda; pero, tarde o temprano, si convivimos, los conflictos, aunque no tienen porqué ser graves, surgen.

El evangelio de hoy se fija en un aspecto esencial dentro de la vida comunitaria: la corrección fraterna. ¡Qué difícil nos resulta dar el paso para corregir a otro! Ya sea en la familia, en el trabajo, en los estudios, en la vida religiosa o en la Iglesia. Es mucho más fácil criticar por detrás que plantarnos delante del otro y decirle que lo que hace está mal. Son tantos los respetos humanos que estamos llenando el ambiente de un aroma dulzón que hace que los conflictos no se solucionen sino que se entierren, con lo cual las sonrisas hipócritas y las palmaditas en la espalda son cada vez más frecuentes. La forma en que ha de ejercerse esta corrección debe ir revestida del amor al prójimo, como nos recuerda Pablo en la Carta a los Romanos, pues en ocasiones con la excusa de corregir lo que hacemos es humillar al otro. Hemos de ser delicados y discretos. El evangelio nos muestra cómo hay que agotar todas las posibilidades y si aún no hay un cambio de conducta no habla en ningún momento de desprecio sino de acogida como si se tratase de un pagano o un publicano.

¿Y si somos nosotros los que tenemos que aceptar la corrección? ¿Qué es lo que sucede entonces? Cuando soltamos ese “¿yo?” o no nos atrevemos a pronunciarlo. Está muy bien hablar de la valentía y la necesidad de ejercer la corrección fraterna pero también hay que considerar que nosotros no somos ni perfectos ni intocables. Muchas veces no damos ejemplo de humildad y docilidad, a pesar de que nos comamos los santos. Hay que saber asumir aquellas cosas que no están bien en nosotros y, desde esa experiencia, emprender el vuelo. Sin soberbia ni dramas. Con propósitos concretos y reales que expresen la confianza en que es posible levantarse y ponerse de nuevo en camino, porque hay quien nos sostiene. Solos o con la ayuda de los demás tenemos que ser capaces de percibir en nuestra vida diaria las heridas, las omisiones y los errores, y sentir que es posible corregir el rumbo.

A todos, quizá, se nos ocurran ejemplos concretos en los que hemos de poner en práctica el mensaje que nos trae el evangelio de hoy. Ojalá acabemos con el individualismo por el que no decimos nada a nadie a no ser que su conducta nos afecte directamente. Muy cerca de esta actitud está la de la indiferencia, el egoísmo elevado a la enésima potencia que nos lleva a la comodidad de mirar para otro lado y ver los toros desde la barrera. Atender al otro no es acusarlo. La comunidad cristiana, de la que también se nos habla hoy, no es un tribunal, ni un juzgado de guardia, ni tampoco una cuna de chismorreo o un nido de acusicas en la que todos dicen compadecerse pero nadie mueve un dedo. Hay que ofrecer la posibilidad de volver a quien se ha apartado.

El cuidado del hermano solamente persigue su bien. No es cuestión de avergonzar a nadie ante nadie. Fácilmente recomendamos médicos pero cuando se trata de corregir lo que nos parece que no va bien en lo personal, entonces nos achicamos, De la misma manera, cuantas veces aceptamos y agradecemos consejos sobre nuestra salud, pero cuanto nos cuesta aceptar consejos o correcciones en el plano personal. Construir un mundo, una iglesia, una familia mejor pasa irrenunciablemente por la valentía de corregir por amor y por la humildad de aceptar la corrección. No dudemos en emprender este camino y cuando nos salga ¿yo? lo ahoguemos con un “Gracias por ayudarme a mejorar y reconocer mis errores”.