[Ezequiel 33,7-9: Si no hablas al malvado, te pediré cuentas de su sangre; Salmo 94, 1-2.6-0: Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: No endurezcáis vuestro corazón; Romanos 13,8-10: La plenitud de la ley es el amor; Mateo 18,15-20: Si te hace caso, has salvado a tu hermano] Una de las obras de misericordia espirituales propone “corregir al que se equivoca”. Quizá las lecturas de este domingo nos den razones para apostar por un tipo de amor que nos comprometa más a fondo con la comunidad humana y cristiana como un gesto de misericordia.
Por Fabián Martín, agustino recoleto. Roma, Italia.
El Señor cuida de ti a través de tu hermano
Se suele decir que “cada quien se rasque con sus propias uñas” o, también, “cada quien hace de su vida un cometa”. Nuestra sociedad es cada vez más partidaria de una autonomía y responsabilidad personales, al punto de no tener que dar cuentas de nada a nadie. Y si vemos que alguien está pasando por una situación complicada, la reacción suele ser la indiferencia: “ese no es mi problema”. De hecho, ¿por qué tendríamos que hacernos cargo de las dificultades de los demás, si cada quien es libre y responsable de su propia vida? Lo más fácil es pasar de largo para no implicarse, para no complicarse.
El profeta Ezequiel nos ayuda a entender que la humanidad es una gran familia y que la suerte de cada uno afecta a la suerte de todos. Estamos más unidos de lo que imaginamos. La calidad de vida de un pueblo depende, en gran medida, de la calidad de vida de cada uno de sus miembros. Por esta razón, cuando la Palabra de Dios se dirige al profeta Ezequiel, le recuerda que el Señor cuida de los suyos, de su pueblo, a través de la cercanía, el afecto y la corrección fraterna: “A ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte”.
Desde luego que no es sencillo corregir a los demás. Quizá sea más fácil corregir a los cercanos porque se les quiere y se les desea el bien. Pues bien, esta es la actitud que el Señor propone como un estilo de vida a su pueblo a través del profeta: que vivamos todos como hermanos, que nos ayudemos unos a otros y que nos cuidemos mutuamente.
En este sentido, la Palabra que se dirige a Ezequiel es muy clara: “Si yo digo al malvado: ¡malvado, eres reo de muerte!, y tú no hablas, poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre; pero si tú pones en guardia al malvado para que cambie de conducta, si no cambia de conducta, él morirá por su culpa, pero tú has salvado la vida”. El Señor cuida de ti a través de tu hermano.
La clave de todo está en el amor
San Pablo en su Carta a los Romanos les recuerda que estamos siempre en deuda con el amor. De hecho, hemos recibido tanto amor de parte de Dios que no podemos menos que consentir que su amor fluya hacia los demás a través de nuestras actitudes y comportamientos: “a nadie debáis nada, más que amor; porque el que ama a su hermano tiene cumplido el resto de la ley”.
Todos los mandamientos, recuerda san Pablo a la comunidad de Roma, se resumen en “amar al prójimo como a uno mismo”. De modo que aquel que ama a su hermano al menos no le hace daño. Sin embargo, el Evangelio no solo es una apuesta por “no hacer daño a nadie”, sino que se trata del compromiso decidido de ayudarnos unos a otros a vivir mejor nuestra condición bautismal, nuestra vocación cristiana.
Por lo tanto, la clave de todo esta en el amor. Dice san Agustín “Ama y haz lo que quieras”. Y explica a continuación lo que insinúa con esa máxima de la afectividad cristiana: “si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor. Exista dentro de ti la raíz de la caridad; de dicha raíz no puede brotar sino el bien” (San Agustín, Comentario a la primera Carta de san Juan 7,8).
No nos dejemos robar la comunidad
La propuesta de Jesús respecto a las relaciones personales consiste en que no solo se trata de ti o de mí, sino que se trata de nosotros: de la comunidad. Por esta razón Jesús acompaña a sus discípulos para que crucen el umbral que va del “yo” al “nosotros”, del “ego” al “tener una sola alma y un solo corazón en Dios”.
Y Jesús no es un iluso que no dimensione las resistencias humanas infranqueables ante su propuesta de “amarnos los unos a los otros como él nos ama”. Amar al modo de Dios es tarea y don; pero sobre todo don. Y dado que es también tarea, cabría preguntarse por dónde se empieza en el empeño de amar a los demás más allá de nuestra propia conveniencia. Sin duda que cuando corregimos al hermano corremos el riesgo de que nos rechace. Pero es una obra de misericordia “corregir por amor” de modo que entre todos cuidemos lo que hace posible la fraternidad universal.
Así comienza el evangelio de san Mateo de este domingo: “Jesús a sus discípulos: Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano”. Cuánto bien haría a nuestras comunidades cristianas que nos tomáramos un poco más en serio los unos a los otros por amor, al punto de corregirnos, de ayudarnos, de acompañarnos…
La parte incómoda de la corrección fraterna es que tiene como fruto que aquí en la tierra se lucha por anticipar, aunque sea de forma precaria, el cielo. Y no hacerlo, es decir, no tomar parte en la dimensión social de la caridad, puede precipitarnos en un infierno, como de hecho ha ocurrido ya en la historia de la humanidad. El evangelio de Mateo nos recuerda que las pequeñas acciones que nacen del amor tienen consecuencias eternas: “os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo”. Una comunidad humana en paz aquí en la tierra, si algún día llega a ser posible, será el reflejo del compromiso de todos por abrir el corazón y acogernos como hermanos. Por esa razón no podemos callar el Evangelio: porque es el grito que gime el anhelo de la civilización de la fraternidad.
Y la comunidad cristiana y humana se bordan de mucha oración de los unos por los otros. La oración por los hermanos es la forma muy elocuente de la caridad cristiana. Por eso Jesús dice a sus discípulos: “os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Resulta mucho más fácil ser creadores de comunión cuando nos tenemos en cuenta unos a los otros delante del Señor. Unidos los hermanos en la oración, es que mostramos la belleza del rostro de Jesús, el Señor.




