1R 19, 9a.11-13a: Ponte de pie en el monte ante el Señor. Sal 84,9ab-10.11-12.13-14: Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación. Rm 9,1-5: Quisiera ser un proscrito por el bien de mis hermanos. Cf. Sal 129,5: Aleluya, aleluya, aleluya. Mt 14,22-23: Mándame ir hacia ti andando sobre el agua.

Normalmente cualquier relato se desarrolla como un proceso que busca su culminación. Eso consigue mantener la atención de quien lo escucha hasta el final. Por eso en ese final encontramos a veces la comprensión del conjunto de la historia que se nos relata.

Buen ejemplo de ello es el texto evangélico que se proclama este domingo.

Muchos de los acontecimientos de la vida de Jesús son relatados por los tres primeros evangelios de Mateo, Marcos y Lucas. A veces cualquiera de esos evangelistas recoge una historia que está ausente en los otros. En otras ocasiones, sin embargo, relatan el mismo hecho. Normalmente se piensa que Marcos es fuente para los otros dos. Pero en esas historias cada uno de los tres evangelistas deja su propia impronta: una frase diferente, un título distinto, un orden diverso.

La frase con la que termina el texto de Mateo de hoy es propia de él: «Realmente eres Hijo de Dios», pero además es propia de Mateo la ampliación del relato, que incluye la petición de Pedro de que Jesús le mande caminar sobre las aguas y el desenlace del episodio.

Intentar comprender el texto buscando afanosa y cansinamente lo que realmente sucedió con Jesús y los que iban en la barca aquel día de la tempestad es del todo insuficiente. Quedarse en el intento de saber si lo que cuenta Mateo fue así o de otro modo puede ser interesante e incluso de cierta utilidad, pero es del todo insuficiente y hasta estéril.

El texto se ilumina si atendemos a los intereses de Mateo y de la comunidad, probablemente de Antioquía, que está detrás de la redacción de su evangelio. La comunidad de los creyentes la define Mateo en primer lugar como una fraternidad. Es la comunidad de los hermanos de Jesús (Mt 28, 10), la comunidad que se contrapone a la sociedad, incluso judía, en la que se dan títulos y honores (Mt 23, 8-10), a la sociedad en la que hay jefes que dominan y grandes que oprimen (Mt 20, 26).

En segundo lugar, la comunidad de los discípulos de Jesús es la continuadora de la misión de Jesús. Irán por todos los lugares curando y anunciando el Reino como Jesús (Mt 10).

Pedro es presentado en el episodio en que Jesús camina sobre las aguas como el prototipo del discípulo: deseoso de acompañar a Jesús en su difícil y arriesgado camino sobre las aguas pero lleno de debilidad y a punto de hundirse y perecer; es el discípulo que no se queda en el lugar seguro de la barca sino que la abandona para ir allí donde Jesús está y le llama; es el discípulo que pone en evidencia su limitación, su poca fe, pero con ella suplica ser salvado; es el discípulo a quien Jesús toma de la mano y le libera de su miedo. Por último, es el discípulo que, junto con sus hermanos postrados ante Jesús, confiesa su fe en Él: «Realmente eres Hijo de Dios». Una confesión que no nace del temor, del espanto, sino de la admiración y la adoración.

Los cristianos de Antioquía podían sentirse identificados con Pedro y los discípulos. Eran conscientes de su debilidad, de sus miedos, pero también del vínculo fraterno que les unía y de la misión que habían recibido. Los discípulos de Jesús del siglo XXI escuchan también la frase de Jesús: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!». Una vez más la han escuchado miles de jóvenes en Lisboa en estos días. Son jóvenes deseosos de ir hasta Jesús para caminar con Él sobre las aguas, saliendo de la comodidad y la seguridad, decididos a ser diferentes (“No ha de ser así entre vosotros”), y a postrarse ante Jesús reconociéndole como su Dios.