San Agustín de Hipona.

Inspirados en el pensamiento agustiniano, los Agustinos Recoletos han elegido como lema para el curso 2023-2024 –o para el 2024– “El año de las cosas pequeñas”. Con el deseo de dar cuerpo al lema, hemos acudido al agustinólogo Enrique Eguiarte, agustino recoleto, para conocer la doctrina del Obispo de Hipona y algunas de sus experiencias, que manifiestan su actitud ante las cosas pequeñas.

Por Enrique Eguiarte, agustino recoleto.

Aunque san Agustín había vivido momentos muy importantes en su vida y había llegado a conocer a las personas más influyentes de su tiempo, como el mismo emperador, o a san Ambrosio, entre otros, sabía la importancia que tienen las cosas pequeñas. Y esto en diferentes dimensiones. Tanto en las relaciones humanas, como en la naturaleza, en la vida espiritual, así como en la misma vida cotidiana de los cristianos y de los monjes. Presentaré a continuación los pequeños detalles en estas áreas que he mencionado anteriormente.

San Ambrosio, escuela de acogida y de humanidad

En primer lugar, detengámonos para ver la importancia de las cosas pequeñas en las relaciones humanas. San Agustín será siempre el hombre detallista y cuidadoso en sus relaciones interpersonales. Había aprendido de san Ambrosio cómo ser acogedor y cómo manifestar la caridad por medio de la hospitalidad, de las palabras amables y de mostrar afecto e interés. De este modo cuando san Agustín llegó a Milán hacia el año 385-386 para ocupar el puesto de orador oficial de la corte del emperador Valentininao II, le hizo una visita protocolaria a san Ambrosio.

El Obispo de Milán, por su parte, sabía bien quién era san Agustín, y sabía también que había sido elegido por Símaco, quien, aunque era su pariente lejano, era pagano y se había convertido en su acérrimo enemigo por el caso de la remoción del altar de la diosa Victoria del senado romano. A pesar de todo ello, san Ambrosio acogió paternalmente a san Agustín y se interesó por él y por los asuntos de su vida. Así lo relata el mismo Hiponense en el libro quinto de las Confesiones:

Llegué a Milán y visité al obispo, Ambrosio, famoso entre los mejores de la tierra, piadoso siervo tuyo, […] Aquel hombre de Dios me recibió paternalmente y con afabilidad de obispo, se interesó mucho por mi viaje. Yo comencé a estimarle; al principio, no ciertamente como a doctor de la verdad, la que desesperaba de hallar en tu Iglesia, sino como a un hombre afable conmigo (Confesiones 5, 23).

San Agustín nunca olvidaría esa entrevista y los detalles que san Ambrosio tuvo con él. Y aunque posteriormente la relación con el Obispo de Milán no fue lo cordial que podría haber sido, el detalle de su acogida le hizo aprender a san Agustín la importancia que tienen las cosas pequeñas. Cuando él mismo llegue a ser obispo de Hipona, lo tendrá presente y será un obispo acogedor, humano y hospitalario, como nos recuerda el mismo san Posidio en la Vita Augustini:

Se mostraba también siempre muy hospitalario. Y en la mesa le atraía más la lectura y la conversación que el apetito de comer y beber (Vita 22, 6).

Un pequeño detalle: no decir el nombre para convencerlo por la amistad

Otro elemento que podríamos mencionar sobre la importancia de las pequeñas cosas en las relaciones humanas sucede hacia el año 411-412, cuando comenzó la polémica con los pelagianos. De hecho, el año 411 marca el final, por lo menos en el papel, de la polémica con los donatistas y, curiosamente, señala asimismo el inicio de la lucha contra los pelagianos. Ese año san Agustín escribió la obra llamada De peccatorum meritis que suele considerarse como el primer documento antipelagiano agustiniano.

Tanto en este libro como en los que sigan hasta el año 415, aunque san Agustín sabe que el principal represente de la nueva herejía es el monje británico Pelagio, evita mencionar su nombre en estas obras. De hecho, él pensaba que, si callaba su nombre y mantenía en secreto su identidad, podría posteriormente encontrarse distendidamente con él y dialogar amistosamente, y que el detalle de haber callado su nombre seria importante, ya que el mismo Pelagio lo tomaría en cuenta como una manifestación de deferencia y de caridad fraterna, y que esto mismo lo movería a darse cuenta de sus errores y a cambiar de opinión.

En efecto, el mismo san Agustín, en una carta a san Jerónimo, que no era precisamente amigo de pequeños detalles, le comenta esto de forma explícita, para mostrarle la estrategia que pensaba seguir con Pelagio y al mismo tiempo invitarle a frenar sus iras contra los nuevos herejes:

Envié también el libro con que le respondí, pues me lo habían pedido con interés y yo había visto que les podía ser útil y saludable. En efecto, lo había escrito pensando en ellos, no en Pelagio, en réplica a su escrito y palabras, dejando aún oculto su nombre, porque deseaba que se corrigiese como amigo. Cosa que confieso que aún deseo y no dudo que anhela también tu santidad. (Carta 19*, 3).

No obstante, como le sucedió en varias ocasiones a san Agustín a lo largo de su vida, en las que su bondad y bonhomía se veían defraudadas por las otras personas, san Agustín, finalmente, tendrá que cambiar de táctica al ver que el mismo Pelagio se endurecía en su postura y se convertía no solo en un hereje, en el sentido más estricto de la palabra, sino también en un hábil sofista, capaz de disfrazar su herejía de ortodoxia. A partir de entonces, en sus obras y delante del pueblo en sus homilías, lo mencionará por su nombre, para que todos supieran cuáles eran las intenciones de Pelagio y conocieran sus ideas en contra de la doctrina católica. San Agustín había dado mucha importancia a ese pequeño detalle, pero su adversario, movido por su ingrata soberbia, hacia Dios y hacia los hombres, lo había menospreciado.

El libro de las criaturas está lleno de detalles

Pero san Agustín no solo era un hombre que cuidaba de los detalles en sus relaciones interpersonales. También estaba muy atento a los detalles de Dios en la creación. Para él todo lo creado era un libro que nos habla de la grandeza y de la bondad de Dios (Sermón 68, 6), y la observación de todos los detalles del mundo le deben llevar al ser humano a alabar a Dios y a descubrir su amor por todos los hombres.

Así, la obra agustiniana está llena de pequeños detalles relativos a los animales por medio de los cuales san Agustín deduce no solo la grandeza del Creador, sino que saca consecuencias y reflexiones espirituales. Se fija por ejemplo en las hormigas. De ellas san Agustín saca la conclusión que su laboriosidad en la primavera y en el verano son un ejemplo para el creyente, que debe atesorar en su corazón la experiencia afectiva de Dios, para que cuando llegue el invierno espiritual, para que cuando lleguen los momentos de sequedad espiritual, no decaiga y pierda la fe, sino que viva del tesoro afectivo que había acumulado en el corazón como formica Dei, como hormiga de Dios:

Sí, llegó el invierno: la hormiga se vuelve a lo que recogió en el verano; y allí, en la intimidad de su escondite, donde nadie la ve, se recrea en los trabajos hechos en el verano. Cuando en verano iba recogiendo todo esto, todos la veían; ahora, cuando se alimenta de ello en el invierno, nadie la ve. ¿Qué significa esto? Fíjate en la hormiga de Dios: se levanta todos los días, acude presurosa al templo del Señor, ora, oye la lectura, canta el himno, medita lo que oyó, recapacita en su interior, y esconde en su corazón los granos que recogió en la era (Comentario del salmo 66, 3).

Se fija asimismo en que los ciervos para cruzar los ríos se apoyan los unos en los otros, es decir, que todos van formando una larga hilera, donde el ciervo apoya su cabeza en el lomo del que va adelante, y juntos nadan hacia la otra orilla. Una comunidad debe hacer lo mismo, unirse para superar las dificultades y apoyarse los unos en los otros, aprendiendo a relevarse en los puestos de mayor carga o responsabilidad:

(…) se cuenta digo, que los ciervos cuando van en rebaño, o cuando se dirigen nadando a otras tierras, descansan sus cabezas poniéndolas unos sobre otros, de forma que uno va delante y le siguen los que van detrás, poniendo uno sobre el otro su cabeza, hasta terminar la recua. Cuando el primero se ha cansado, pasa al final, para que otro le sustituya y siga con el mismo peso que él llevaba; de esta forma él descansa recostando su cabeza como los demás (Comentario del salmo 41, 4).

Y los ejemplos se podrían multiplicar de manera abundante, por lo que nos dejan ver en san Agustín a un hombre que daba gran importancia a los pequeños detalles en la naturaleza, pues la creación es el otro libro escrito por Dios, junto con la Sagrada Escritura.

Aviso para navegantes: los pequeños detalles en la vida espiritual

Y en la vida espiritual san Agustin está muy atento a los pequeños detalles. Por ello subraya que es muy bueno alcanzar las alturas de la santidad y que es preciso evitar a toda costa los pecados más graves.

En la época de san Agustín había tres pecados que para ser perdonados requerían la penitencia pública: el adulterio, la apostasía y el homicidio. Pero no solo exhortaba a sus fieles a evitar estos pecados, sino también a estar atentos a los pequeños pecados de cada día.

En sus sermones ad populum advierte del peligro que corren aquellos que descuidan los pequeños detalles, señalando que la suma de muchas cosas pequeñas forma algo grande que puede ser un peligro real. San Agustín usa el ejemplo de las gotas de agua que pueden entrar en una barca. En un primer momento pueden parecer cosas insignificantes, pero, si continúan entrando esas gotas, muy pronto la barca se empezará a llenar de agua y, si no se achica esta agua, puede hacer que la nave naufrague. Lo mismo sucede con los pecados pequeños, cuando no se tiene cuidado con ellos, o se consiente con ellos simplemente porque son pequeños: pueden hacer naufragar la vida espiritual de un creyente:

Menudas son las gotas que llenan los ríos; menudos son los granos de arena; pero, si se amontona mucha arena, oprime y aplasta. La sentina (el desagüe del barco), si se la descuida, hace lo que al precipitarse hace el oleaje: paulatinamente entra por la sentina; pero, si entra largo rato y no se lo saca, hunde la nave (Tratados sobre el evangelio de san Juan 12, 14).

Las cosas pequeñas, los pequeños pecados constituyen un peligro real, porque pueden hacer que naufrague la vida espiritual de un creyente. Es preciso estar atentos a los pequeños detalles.

Pequeños detalles en la vida monástica

Pero es preciso poner atención a las cosas pequeñas; no solo en la vida espiritual del creyente, sino también en la vida de comunidad hay detalles que es precio cuidar. La Regla está llena de pequeños detalles que se vuelven un indicio de caridad (dar mantas especiales a los más débiles o colchones más cómodos a los enfermos), pero también hay cosas pequeñas que se convierten en indicador de que algo no está bien en el corazón del religioso. San Aguín invita al consagrado o la monja a que revise esos elementos. En efecto, habla de algo tan sencillo como la mirada y le invita al religioso a que se pregunte cómo son sus miradas, particularmente las que dirige hacia las personas del otro sexo. Y expresa con una frase breve el sentido de este pequeño detalle, porque los ojos se vuelven los mensajeros o son el signo de que hay un corazón impuro:

Y no digáis que tenéis el alma casta si tenéis deshonestos los ojos, porque los ojos deshonestos denuncian (literalmente: son los mensajeros de un corazón impuro: impudici cordis est nuntius) un corazón impuro (Regla 3, 4, 4).

La mirada es un pequeño detalle, pero puede denotar elementos muchos más profundos y que necesitan ser atendidos. El religioso necesita purificar su corazón para poder servir a Dios, y poder ver a Dios presente en su vida (Mateo 5, 8). Por ello, por medio de un pequeño detalle el mismo consagrado puede darse cuenta de que tiene una profunda necesidad de conversión.

Pequeños detalles: una carta, un regalito

También repara el santo en los pequeños detalles que aparecen en el capítulo IV de la Regla, donde habla de las cartas y de los pequeños regalos.

Pero si alguno ha llegado a tan gran malicia que recibe ocultamente de alguna mujer cartas o cualquier clase de regalitos (munuscula), si lo confiesa espontáneamente, perdonadlo y rogad por él. Pero si es sorprendido y resulta convicto, ha de ser reprendido con mayor severidad, según el juicio del presbítero o del prepósito (Regla 3, 4, 11).

Pueden parecer elementos superficiales y casi sin importancia, pero san Agustín invita a estar atentos a las cosas aparentemente superficiales para poder ver cuáles son los elementos que denotan o cuáles son sus consecuencias.

Para nosotros personas del siglo XXI nos parece algo demasiado superficial el que un religioso pueda recibir una carta de una mujer. Hoy habría que decir más bien, recibir mensajes o Whatsapps amorosos de una mujer. Pero cuando nos referimos a san Agustín, olvidamos un detalle: que en el siglo V solo el quince por ciento de las personas sabía leer y escribir. Por desgracia la mayoría de las mujeres eran analfabetas. Fuera de las mujeres que pertenecían a las clases sociales más elevadas, las aristócratas, como Proba, Melania, Paula, las demás eran analfabetas. Por ello esta falta del religioso tiene una gravedad mayor, ya que la mujer para poder enviar el mensaje al religioso del que se encuentra prendada, o con quien ha comenzado una relación afectiva, necesita pedir a otra persona que le escriba el mensaje. Este escribano no tenía por qué guardar el secreto, y esto pronto se volvería la comidilla del pueblo o del lugar. Dígase lo mismo para que la mujer pudiera leer la respuesta del monje. Tendría que recurrir de nuevo a alguien que le leyera la carta.

Por eso san Agustín en este pequeño detalle invita a estar atentos para evitar los escándalos o que, al correrse de voz entre el pueblo, se llegara a pensar que todos los moradores del monasterio son iguales y que todos viven relaciones afectivas incorrectas, por lo que su vivencia de la castidad dejaría mucho que desear.

Lo mismo sucede con los pequeños regalos. San Agustín en la Reglahabla explícitamente de “pequeños regalos” (munuscula), es decir detallitos por medio de los cuales la mujer intentaría mostrar su afecto desordenado por el religioso.

Una vez más se trata de algo sencillo y superficial, pero que deja ver un elemento profundo, que es el vacío afectivo del religioso y la cuestionable vivencia de su propia consagración. Y aunque no sepamos a qué tipo de regalitos se refería san Agustín, (posiblemente frutas o pequeños objetos de poco valor, pues el mundo de san Agustín es el de una sociedad preindustrial y preconsumista), de nuevo son indicadores de que hay algo grande que falla en el corazón del religioso. Por eso san Agustín pide en la Regla que quienes hacen estas cosas, bien abiertamente, o bien de manera oculta, sean castigados.

A primera vista nos parece que perdona a los que son más desvergonzados, y que lo proclamen públicamente; pero el adjetivo usado posteriormente, al decir que a los que los reciben ocultamente deben ser castigados con mayor severidad (severius) nos hace ver que esta mayor severidad tiene que ver con la severidad con la que son castigados los primeros, de otro modo faltaría el punto de comparación para este adjetivo. Este no es el único texto de la Reglaen donde podemos notar incoherencias textuales, como sucede con los pasos a seguir en la corrección fraterna en este mismo capítulo IV.

Detalles de humanidad que son de caridad

Finalmente, san Agustín nos invitaría a tener siempre detalles de humanidad que se conviertan en muestras de la caridad de Cristo. De este modo sabemos que san Agustín en los últimos años de su vida recibió en Hipona a dos hermanos, Pablo y Paladia. Ambos venían del Asia Menor y eran parte de un grupo de hermanos que habían sido maldecidos por su madre, y que, a causa de esa maldición, habían quedado aquejados de un mal que los hacía temblar de pies a cabeza. Ambos habían llegado a Hipona esperando poder alcanzar la curación de sus males en la capilla de la basílica de la Paz en la que se conservaban las reliquias de san Esteban (Cf. Sermón 317, 1).

De este modo sabemos que ambos durante varios días estuvieron orando en la capilla de San Esteban y que de pronto un día Pabloquedó curado. Esta curación sucedió un domingo de Pascua. San Agustín no solo dio gracias a Dios, sino que invitó a la comunidad a orar por Paladia para que pronto fuera curada.

Ese día san Agustín tuvo el detalle de invitar a comer a ambos a su casa. Quería celebrar humanamente con ellos la curación de Pablo y pedir a Dios por la curación de Paladia.

Llegó la Pascua, y de mañana, estando ya presente gran número de fieles, el muchacho estaba en oración asido a la verja del lugar santo donde estaban las reliquias del mártir. De pronto cayó postrado y quedó tendido como muerto, pero sin temblor alguno, incluso el que solía tener durante el sueño. Se quedaron atónitos los presentes, temiendo unos y lamentándose otros. Algunos querían levantarlo, pero otros se lo impidieron, diciendo que era mejor esperar el resultado. De pronto se levanta y ya no tiembla (…) Hecho por fin el silencio, se procedió a la lectura solemne de las divinas Escrituras. Cuando llegó el turno de mi exposición, hablé brevemente a tono con la grata circunstancia de tal alegría; más que oír lo que les dijera, me pareció mejor que considerasen la elocuencia de Dios en esa obra divina. Comió el hombre con nosotros y nos contó detalladamente toda la historia de su calamidad, de la de su madre y hermanos. (Ciudad de Dios 22, 8, 22).

De hecho, esta última se curaría unos días después, y san Agustín la presentaría al pueblo ya curada para que el pueblo se diera cuenta del poder que tiene la oración. A pesar de que la curación había sucedido durante la predicación agustiniana, el obispo de Hipona tuvo el detalle de interrumpir su sermón y de invitar al pueblo a dar gracias por lo sucedido:

Y mientras Agustín contaba esto, desde la memoria de san Esteban el pueblo comenzó a gritar y a decir:

¡Gracias a Dios! ¡Alabanzas a Cristo!» En medio de aquel griterío incesante, la muchacha que fue curada fue llevada al ábside. Al verla, el pueblo, en medio de gozo y llanto, en silencio total de palabras, pero no sin griterío que prolongó por un momento. Restablecido el silencio, el obispo Agustín dijo: «Está escrito en el salmo: Dije: «Confesaré contra mí mi delito ante el Señor mi Dios», y tú perdonaste la maldad de mi corazón. Dije: «Confesaré»; no lo he confesado aún. Dije: «Confesaré», y tú perdonaste. Encomendé a vuestras oraciones a está desgraciada; mejor, a esta ex desgraciada. Nos dispusimos a orar, y hemos sido escuchados. Sea nuestro gozo una acción de gracias. La Iglesia, madre santa, ha sido escuchada antes que aquella madre, maldita para ruina suya (Sermón 323, 4).

San Agustín es para nosotros ejemplo de cuidar los pequeños detalles, pues muchos de ellos son una señal o indicador de cosas grandes, pues no hay detalle, por pequeño que sea, que no se convierta en algo grande, si es hecho con mucho amor. Por eso tiene sentido la oración que hace san Agustín en las Confesiones:

Concede, ¡oh, Dios!, a los hombres ver en lo pequeño las nociones comunes de las cosas pequeñas y grandes (Confesiones 11, 29).