San Agustín y el cuidado y deferencia con vulnerables, mayores y enfermos.

Hace menos de una semana celebramos el día de los abuelos (fiesta de san Joaquín y santa Ana) y hoy abrimos el mes con mayor impronta agustiniana. ¿Qué dijo san Agustín sobre quienes son más vulnerables por su edad o salud? El agustino recoleto Enrique Eguiarte nos responde la cuestión.

La rica doctrina de san Agustín (354-430) proyecta su luz sobre casi todos los grandes misterios de la vida humana y de la fe. En su caminar por los senderos de este mundo, como cualquier otro mortal, el santo tuvo muchos gestos indicativos de su fina sensibilidad ante tres de estos grandes misterios: la debilidad, la enfermedad y el envejecimiento.

Los enfermos en la Regla

San Agustín tuvo siempre una gran deferencia hacia las personas mayores. De hecho, su Regla monástica es una de las mejores muestras de humanidad y compasión que existen en la historia del monacato cristiano.

Agustín en su Regla habla siempre de una disciplina, un orden que es preciso observar dentro de la vida de comunidad. Pero también señala sin tapujos que este mismo orden tiene excepciones movidas por la caridad.

De este modo, quienes son débiles o se encuentran enfermos pueden ver atenuada la estricta disciplina del monasterio. Agustín practicó con ellos la “manga ancha”, en términos coloquiales. Distingue entre los enfermos (aegrotus) y los débiles (infirmus).

Dentro de este segundo grupo se encuentran tanto los que llegaron a la vida monástica desde una vida acomodada y de lujos, nada acostumbrados a la vida nada regalada del convento, sino también las personas de una cierta edad.

San Agustín era consciente de que lo fundamental en la vida cristiana es la caridad y que sin ella no se edifica el Reino de Dios. Por ello trata con gran misericordia y humanidad a las personas enfermas y mayores.

Agustín y Valerio

De hecho, antes de escribir la Regla, san Agustín ya había tenido oportunidad de mostrar deferencia y atención hacia las personas mayores en su trato con su obispo, Valerio.

Sabemos que Valerio era una persona provecta, cuya lengua materna era el griego, y a quien san Agustín nunca le negó su ayuda. Así, en la Carta 21, san Agustín le pedía a Valerio que después de su ordenación presbiteral le concediera tres meses para prepararse estudiando las Sagradas Escrituras y así poder ejercer el ministerio.

No obstante, el anciano obispo no le pudo complacer. Agustín tuvo que ayudarle enseguida en la preparación de los competentes, es decir, los catecúmenos que se preparaban durante la Cuaresma para recibir el bautismo en Pascua.

Además, a petición del mismo Valerio, comenzó enseguida a predicar al pueblo, frente a la costumbre de la Iglesia en aquel tiempo de que solo predicaban los obispos. Las dificultades del obispo para hablar la lengua del pueblo le llevaron a pedir a Agustín esta excepción.

También el obispo se quitó el disgusto de tener que dialogar y negociar con algunos fieles que se negaban a abandonar la costumbre antigua de llevar comida y bebida a la Iglesia en las fiestas para comer y beber, en ocasiones hasta perder la misma compostura, convirtiendo dichos banquetes rituales en verdaderas bacanales.

Agustín afrontó esta situación y, finalmente, consiguió extirpar esa costumbre, como puede verse en su Carta 29.

Agustín y el obispo donatista Fortunio

Ese trato afable y caritativo se muestra también en un caso concreto que narra en la Carta 44. Agustín había sido invitado a una consagración episcopal en Cirta. De paso estaba Thuburiscu Numidarum, la actual Khemissa (Argelia), donde vivía un anciano obispo donatista llamado Fortunio.

El donatismo era un movimiento cismático iniciado por Donato, obispo de Cartago. Entre otras cosas, aseguraba que solo los sacerdotes intachables podían administrar los sacramentos y los pecadores no podían ser miembros de la Iglesia. Agustín fue uno de los puntales en la lucha contra este perfeccionismo irreal de la vida de fe.

Agustín, en su afán por romper el cisma y atraer de vuelta a los donatistas, quiso ir personalmente a la casa de Fortunio, ya anciano. Se congregó tal cantidad de personas que la discusión avanzaba muy lenta por las continuas interrupciones de la ruidosa chusma alborotadora. Ante esa situación de caos, los escribanos profesionales se negaron a seguir tomando nota y los monjes que acompañaban a Agustín se pusieron a realizar este trabajo.

Durante la discusión, Agustín trató en todo momento con deferencia al anciano, haciéndole ver con caridad y claridad por qué el donatismo estaba equivocado. Ante la falta de fortuna en defenderse, Fortunio esgrimió un argumento que hizo dudar un momento a Agustín, pues afirmó que los donatistas tenían una “carta de comunión” de las Iglesias del otro lado del Mediterráneo.

Entonces sacó un documento que parecía certificar que Donato estaba en comunión con el Concilio de Sárdica. San Agustín preguntó sobre la autenticidad del documento, pero fue san Alipio quien le recordó al oído a san Agustín que ese Concilio de Sárdica había sido de los arrianos, no de la Iglesia Católica.

Al día siguiente fue Fortunio quien buscó a Agustín. ¿EL motivo? Se había sentido tan acogido, escuchado y respetado que quería seguir conversando con él. Esta deferencia, su trato cordial y cercano, le sirvió a Agustín para acortar distancias y atraer al anciano.

Del viejo el consejo

San Agustín sabía que la voz de los ancianos es la voz de la sabiduría. Por eso cita las palabras que el dramaturgo Terencio pone en boca de unos ancianos y que recuerdan que, ante todo, es preciso ser paciente y comprensivo. Dice Agustín en la Carta 155,14:

“El resplandor de la verdad no se oculta a los ingenios claros. Por eso el cómico pone en boca de un anciano estas palabras dirigidas a otro mayor:

— ¿Tan descansado estás de tus asuntos para preocuparte de los ajenos, que nada te atañen?

Y el otro anciano responde:

— Hombre soy, y nada de lo humano me es ajeno”.