Mariano Gazpio (1899-1989), religioso agustino recoleto que se encuentra camino a los altares, vivió intensamente la virtud de la esperanza, lo que le llevó a mostrarse siempre sereno y ecuánime aun en las circunstancias más extremas que vivió, como fueron la guerra o la cercanía de la muerte.
Cuanto mayor y más viva es la fe de una persona, mayor suele ser su esperanza. Y dado que la fe de fray Mariano era grande, también lo fue su esperanza: su mente y su corazón estaban enteramente orientados hacia ella, confiaba plenamente en las promesas de Cristo y las enseñanzas de la Iglesia y, apoyado en la gracia del Espíritu Santo, anhelaba la vida eterna.
Su firme esperanza le sostenía en las dificultades, le tranquilizaba en los peligros, le protegía del desaliento y le animaba con la espera de la bienaventuranza eterna. Vivía contento y feliz, sobria y pobremente, hasta el punto de que renunciaba a disfrutar de unas pequeñas vacaciones con su familia y ni siquiera usaba los pocos recursos que los religiosos reciben de su comunidad para pasar esos días con su familia y no serles gravosos.
Hombre de firme esperanza
Fray Mariano veía la vida y la muerte con los ojos de la fe, juzgaba los acontecimientos con criterios sobrenaturales. Vivía proyectado hacia la unión con Dios en el Cielo, el destino de toda persona. Las cosas tenían para él un valor muy relativo: Dios y la salvación eterna eran lo principal. Por eso afrontó valientemente los peligros reales por los que pasó en China, las actividades formativas en España, la enfermedad e incluso la muerte.
Siempre se le veía sereno y risueño, y el motivo es que había puesto toda su confianza en Dios. Todo lo esperaba de Él. Era un providencialista: relacionaba cada acontecimiento con ese cuidado y cariño de Dios con sus criaturas. Nada en su vida y en su entorno se escapaba al conocimiento y al cuidado del Señor.
Confianza en la Providencia
Al menos en 16 de sus cartas esta esperanza es el centro del mensaje que transmite. En 1928 desde Chengliku exhorta a poner toda “confianza en Dios, que Él nos ayudará a salir victoriosos”. En 1931, después de visitar varios pueblos en la zona de Yucheng sin ser molestado por bandidos, dice: “Muchas veces he visto, sentido y palpado cómo vela y dirige la divina Providencia nuestros pasos y […] con cuánta suavidad y amor trata Dios Nuestro Señor a sus servidores”. Tras el susto por el secuestro de un niño para extorsionar a su familia, comenta: “Siempre se ve palpablemente cuán bondadosamente trata Dios a sus criaturas aún en medio de la tribulación y de la prueba”.
En 1938 antes de sufrir un bombardeo japonés en la misión confía en la Providencia y muestra su predisposición al martirio. Tras el bombardeo, escribe: “Dios, nuestro Señor […] nos dio a conocer en la situación actual su infinita bondad y providencia para con los suyos”. La simple recomendación del delegado apostólico, Mario Zanin, de confiar en la Providencia que les socorrería con bendiciones y alimentos le produjo un gran consuelo.
En 1948, ante el avance imparable de la Revolución, intenta tranquilizar a su prior provincial, Santos Bermejo: “En la misión continuamos todos bien, gracias a una Providencia especialísima”. Un año después, incomunicados y con la casa ocupada por los revolucionarios, dice que Dios les ha dado “tranquilidad en las pruebas, serenidad en los peligros, alegría en la intimidad y paz interna en todo tiempo”. Y remacha más tarde: “la Providencia de Dios siempre se ha mostrado con nosotros muy paternal y nos ha dado en tiempo de la prueba su gracia, para soportar todo en paciencia y con caridad cristiana”.
Todo, pues, lo atribuye a la gracia de Dios. Por eso pide frecuentemente orar mucho por la misión, “porque sólo confiamos en la Providencia”. Ante el encarcelamiento de religiosos escribe: “Dios nuestro Señor sabe lo que se hace y siempre se conduce como amoroso y solícito Padre”. A finales de 1951, desde el arresto domiciliario, asegura que “la Providencia nos defiende, nos ayuda y nos da lo que necesitamos”.
Manifestaciones de esperanza
Como misionero trabajó siempre con la misma ilusión, viese o no los frutos de su trabajo con sus ojos. Nunca decía: “¿para qué?”. Durante las ocupaciones de la misión dio muestras de gran valor. Decía la verdad con respeto y entereza. No le importaba su vida o lo que pudiera sucederle, porque confiaba totalmente en la Providencia.
Después de 28 años fue finalmente expulsado de China junto con los misioneros extranjeros. Aunque aparentemente todo su trabajo estaba destruido y no había indicios de recuperar nada, nadie le oyó jamás un lamento. Él pensaba que todo seguía en las manos de Dios y que sólo Él conocía el futuro.
Siendo anciano comparaba la misión de los Agustinos Recoletos en China con un rescoldo de fuego que un día el Señor habría de reavivar. Mantenía viva la esperanza de que aquella semilla sembrada algún día florecería. Y el tiempo y la historia le dieron la razón.
Fray Mariano manifestó su esperanza también durante sus últimos años, cuando afrontó las operaciones y la misma muerte. Estaba convencido de que la meta de su vida era el Cielo y, por eso, no estaba apegado a nada terreno.
“Hasta el cielo, hasta el cielo”
Esa era la despedida que daba a quienes suponía ya no vería más cuando pasaban a visitarle, ya en sus últimos días. Ante la muerte sentía total tranquilidad y confianza, porque la consideraba como ese esperado momento de encuentro con el Señor. Fue edificante cómo recibió el sacramento de la Unción y cómo aceptó cada dolor o intervención, sin quejarse y alabando las intervenciones de médicos y enfermeras.
Esta actitud serena dejó una profunda huella en su comunidad. El 19 de septiembre de 1989 el prior llamó a una ambulancia para llevarle al Hospital a Pamplona (60 kilómetros). Hubo que bajarle por las escaleras sentado en un sillón. En ese momento, le dijo al prior: “Creo que ya no voy a volver más a casa. Ruegue por mí”. Y, en efecto, tres días después falleció. Su serenidad y su ejemplo han continuado vivos.