El camino del discípulo fue antes el camino del Maestro. Solo se entiende el discipulado cuando se va comprendiendo el camino de Jesús [Jeremías 20, 7-9: La palabra de Dios se volvió oprobio para mí; Salmo 62, 2-6.8-9: Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío; Romanos 12, 1-2: Ofreceos vosotros mismos como sacrificio vivo; Mateo 16, 21-27: El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo].
1. Fuego en el corazón
En el arte de la seducción, el Señor es un experto: “me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; has sido más fuerte que yo y me has podido”, así nos lo cuenta el profeta Jeremías de primera mano.
Sin embargo, el Señor seduce y fascina hasta el punto de implicarte a fondo en la vida o, mejor dicho, complicarte la vida. Una vez más el profeta Jeremías: “He sido a diario el hazmerreír, todo el mundo se burlaba de mí. Cuando hablo, tengo que gritar, proclamar violencia y destrucción. La palabra del Señor me ha servido de oprobio y desprecio a diario”. La causa del Señor pasa a ser la causa del profeta y ambos comparten la misma suerte: el rechazo.
¿Y cuál es la solución fácil y espontánea para aquel que lo pasa mal por sus convicciones profundas? Seguramente la intuimos… También fue la tentación de Jeremías: “Pensé en olvidarme del asunto y dije: «No lo recordaré; no volveré a hablar en su nombre».
Ahora bien, cuando el Señor se hace con el corazón humano la alternativa fácil no es la mejor opción por una razón sencilla: la vida pierde entusiasmo y pasión. Para el profeta Jeremías la causa que el Señor puso en su corazón es una dulce locura de amor: “pero había en mis entrañas como fuego, algo ardiente encerrado en mis huesos. Yo intentaba sofocarlo, y no podía”.
La vida cristiana necesita recuperar la profecía que le es propia por su condición bautismal. Urge que los discípulos misioneros ensanchemos nuestros intereses particulares y vibremos con la causa de Jesús. Solo de este modo entregaremos al mundo aquella pasión por Dios y aquella pasión por la humanidad, que caracterizó a los profetas de todos los tiempos.
2. La renovación de la mente
Los cristianos heredamos de la cultura y del ambiente en que vivimos distintas ideas, creencias, valores, criterios, etc. Y a partir de allí vamos construyendo una visión del mundo, de las cosas, de los demás y de uno mismo. Todos conformamos, antes o después, una mentalidad propia sobre las cosas.
Pues bien, san Pablo se dirige a los cristianos que vivían en Roma con las siguientes palabras: “no os amoldéis a la mentalidad de este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto”. Las mentes que no se renuevan y expanden, limitan y reducen el cristianismo a interpretaciones miopes y dogmatismo estériles.
A la conversión del corazón precede la renovación de la mente. Si no se renueva y transforma nuestra mentalidad, será muy difícil dar pasos en la dirección del Camino que indica Jesús, el Señor. Y mucho menos se procederá con un tipo de comportamientos que trasparenten el Evangelio.
3. Llegar a tener los sentimientos de Cristo
En algún momento del camino, Jesús abre su corazón a sus discípulos y les comparte una cuestión delicada que le preocupa, pero que sabe se asoma como un destino inevitable: “comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día”.
Pedro reacciona desde su instinto protector que, en el fondo, es una manera de resistirse a que las cosas ocurran fuera de sus planes o previsiones. “Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte».
Sin embargo, lo del Maestro se encamina por derroteros inimaginables, insospechables; como suelen ser las cosas de Dios. “Jesús se volvió y dijo a Pedro: «Ponte detrás de mí, Satanás! Eres para mí piedra de tropiezo, porque tú piensas como los hombres, no como Dios». Suena duro, pero respecto a los planes de Dios, Jesús pone a Pedro en el lugar que le corresponde: detrás, como un aprendiz, como un discípulo…
A continuación, Jesús abre de nuevo el corazón y declara las condiciones en las que él plantea el discipulado para aquellos que deseen seguirlo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará. ¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar para recobrarla?”
Una afirmación tan libre y tan valiente podría despertar sentimientos de temor en los discípulos. No obstante, les abre la mente y les ensancha el horizonte en el que se realizarán los designios de Dios: “porque el Hijo del hombre vendrá, con la gloria de su Padre, entre sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta”. Lo de Jesús apunta a una victoria de gloria, de vida nueva y de verdadera transformación.


