¿Para qué remar? Remar y remar hasta llegar a la otra orilla. Esa podía ser una buena descripción de lo que es nuestra vida, el día a día con sus cosas previstas, sus sorpresas, sus dudas, sus “impases”, sus sueños, sus ilusiones… La vida donde lo único prohibido es para de remar.
Un ejemplo de esto está en la escena que nos presenta el evangelio de hoy. Encontramos a una mujer cuyo sufrimiento le impide acomodarse a las normas establecidas, que regulaban cómo debía ser el trato entre los hombres y las mujeres. Su hija está enferma y lo demás queda en un segundo plano. Hasta aquí quizá no se encuentre nada extraordinario en la escena, pero hemos de tener en cuenta que se trata de una mujer pagana, de un pueblo enemigo; por eso la contestación tan tajante de Jesús a la mujer: “No esta bien echar a los perros el pan de los hijos”, que traducido a nuestro lenguaje coloquial, es lo mismo que decirle: “Mira yo a vosotros no quiero haceros caso, no me importa lo que os pase, los destinatarios de mi mensaje y mis acciones son estos”. La mujer no se calla da la vuelta al argumento de Jesús y le deja sin palabras. En muy pocas ocasiones, me atrevo a decir que en ningún otro pasaje del evangelio encontramos a un Jesús derrotado dialécticamente. Jesús acepta la corrección, el tirón de orejas y reconoce la fe de aquella mujer pagana. Es asombroso este cruce dialéctico pero la mujer sabe que tiene razón, confía con todas sus fuerzas en que Jesús puede curar a su hija y por ello no se encoje.
Creer, más allá de las apariencias, las razas y los colores, es confiar en el poder de Dios; es empeñarnos con todas nuestras fuerzas en que Dios nos tiene que ayudar. Eso no significa que Dios se dedique a conceder caprichos si no que la constancia y la tenacidad obtienen siempre recompensa.
Entiendo que estos terrenos son siempre un tanto pantanosos. Rápidamente puede surgir en nosotros la queja de que también pedimos y no nos hacen caso. La oración no es comprar todos los días cuatro papeletas para el sorteo de Navidad a precio de padrenuestro, hasta que consigamos comprar todas y así tengamos el premio apetecido asegurado; o confundir a los santos con un ejército de funcionarios que nos puedan enchufar y así de adelantar nuestro expediente en la lista divina de los casos sin resolver, en vez de ver en ellos modelos de fe y de perseverancia. La mujer cananea confirma lo que dice el refrán, que la esperanza es lo último que se pierde, y que hay que luchar sin descanso por aquello que se cree que es justo.
Creo que los ejemplos para nuestra vida son bastantes en el día de hoy. Reconocer a Dios como Señor, que siempre va a ayudarnos, que jamás va a mirar para otro lado pero siempre y cuando nosotros nos relacionemos con él desde la fe y no desde el trato o la manipulación. Por otra parte, la universalidad de la misericordia. No es sólo para los guapos, los rezadores, los que viven al lado de la Iglesia, o los adictos al humo de las velas. Es para todos. Francisco en el discurso que pronunció en Lisboa en la Ceremonia de apertura de la JMJ lo dejó claro, como siempre: «Amigos, quisiera ser claro con ustedes, que son alérgicos a la falsedad y a las palabras vacías: en la Iglesia, hay espacio para todos. Para todos. En la Iglesia, ninguno sobra. Ninguno está de más. Hay espacio para todos».
Hay que seguir remando, no creamos que tenemos a Dios en el bolsillo. Además, hace falta también desarrollar una cierta “musculatura de misericordia”. Es decir, estamos llamados a cultivar no sólo la ternura de la acogida, sino también la fortaleza para acoger. Dejarnos de tanto rigorismo a la hora de negarnos a la acogida, al diálogo y avancemos abriéndonos de par en par a quienes buscan con confianza. Hoy a Jesús no le queda más remedio que reconocer que la mujer lleva razón. Frente a nuestras muchas quejas por la ausencia de Dios aquí tenemos un ejemplo, quizá damos pataletas pero la cananea no lo hacía. Ella confiaba con todas sus fuerzas en que Jesús podía ayudarle.









