Cuando una fiesta del Señor cae en domingo, la liturgia celebra tal fiesta, que prevalece sobre la liturgia dominical. Uno de los casos es la festividad de la Transfiguración del Señor, que se celebra el 6 de agosto. [Daniel 7,9-10. 13-14: Su vestido era blanco como nieve; Salmo 96: El Señor reina, altísimo sobre toda la tierra; 2 Pedro 1,16-19: Esta voz del cielo la oímos nosotros; Mateo 17,1-9: Su rostro resplandecía como el sol].
Por Marciano Santervás, agustino recoleto. Madrid, España.
En el 2º domingo de Cuaresma todos los años se proclama también el pasaje evangélico de la transfiguración del Señor, lo que nos lleva a pensar que celebramos un misterio de especial importancia para la vida cristiana, para los discípulos de Jesús. En efecto, Jesús ha anunciado a los Doce su suerte: “que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día”. Esta predicción desmoralizó por completo a sus discípulos, porque se desvanecían sus planes ambiciosos y su imagen de Jesús como Mesías triunfador.
Para rearmar los ánimos hundidos de los discípulos, el evangelista san Mateo ofrece el relato glorioso de la transfiguración de Jesús, en un escenario espectacular, en un lenguaje propio de las teofanías o manifestación de Dios, drama en el que participan Jesús, Moisés y Elías, el Padre que, envuelto en una nube, – símbolo del Espíritu de Dios-, pronuncia el mensaje central del acto escénico y los tres discípulos más cercanos a Jesús: Pedro, Santiago y Juan.
El mensaje del Padre es: “Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadle”. Y, según el texto, los tres discípulos que se habían sentido en una gran paz contemplativa, al oír la voz poderosa del Padre, “cayeron de bruces, llenos de espanto”. Jesús, hombre, es el que se acerca a los tres discípulos y, tocándolos, les dijo: “Levantaos, no temáis”. Al alzar los ojos, la escena que contemplaban era totalmente diferente: Todos los personajes habían desaparecido; el mismo Jesús había recobrado su aspecto normal, había perdido el fulgor del rostro y la blancura de sus vestidos.
Jesús advierte a sus tres discípulos quen había sido testigos de la glorificación de su Maestro: “No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”.
El papa Francisco comenta: “La transfiguración ayuda a comprender que la Pasión de Cristo es un misterio de sufrimiento, pero, sobre todo, un regalo de amor infinito por parte de Jesús. Nos hace comprender mejor también su Resurrección. Si antes de la Pasión no se nos hubiera mostrado la transfiguración con la declaración por parte de Dios, ‘Este es mi Hijo amado’, la Resurrección y el misterio pascual de Jesús no habría sido fácilmente comprensible en toda su profundidad”.
Ciertamente el mensaje central de este episodio evangélico es la frase del Padre: “Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo”, por el cual el Padre revela que Jesús, el peregrino por los caminos de Galilea, es el Hijo amado, es Dios. Que ese Jesús es el que morirá crucificado y resucitará. A ese Jesús es al único que merece la pena escuchar.
Para escuchar a Jesús son precisas dos cosas: subir al monte, es decir, caminar en la oscuridad de la fe, dejar nuestras seguridades, renunciar a tantas cosas frívolas o accesorias para quedarse con lo de verdad importante.
Para escuchar a Jesús se requiere también crear un silencio en nuestro entorno, lo que es harto difícil. Son incontables las voces que llegan y aturden nuestros oídos, que nos impiden, incluso nos incapacitan, para percibir los mensajes que necesita nuestro espíritu ensordecido por tantos ruidos.
Sin la escucha a Jesús, no es posible la transfiguración, a la que todos estamos llamados y debemos ir realizando en nuestro peregrinaje por este mundo; porque la transfiguración viene a ser sinónimo de conversión, y la conversión consiste, en último término, en hacer propios los sentimientos de Cristo Jesús, en ver todo a través de los ojos de Jesús.
La transfiguración personal siempre conlleva una fuerte componente comunitaria y eclesial, que ha de traducirse en obras de misericordia y en compartir las aventuras de la vida de los demás, sin desentendernos de ellos con los que soy caminante y que tienen la misma finalidad que yo: su transfiguración en Cristo, de modo que todos seamos un reflejo del amor doliente y glorioso de Jesús.



