Es una afirmación recurrente que nuestra sociedad abunda en medios o instrumentos para lograr objetivos, pero carece de verdaderos fines que dinamicen y ordenen toda una vida con sentido y en plenitud [1 Reyes 3,5.7-12; Romanos 8,28-30; Mateo 13,44-52].
Por fray Marciano Santervás, agustino recoleto. Madrid, España.
Las lecturas del evangelio del próximo domingo -XVII del tiempo ordinario, día 30 de junio-, coinciden, con sus variantes, en lo mismo. Nos proponen fines por los que merece la pena vivir y hasta morir. Como siempre, la palabra de Dios ilumina nuestra miope mirada. He aquí algunas reflexiones.
Pediste discernimiento para escuchar y gobernar
En la primera lectura, Salomón, el rey sabio, en la tesitura de tener que gobernar a un pueblo “inmenso” -así lo ve el mismo Salomón-, no suplica al Señor riquezas, ni la victoria sobre sus enemigos, ni una vida larga, sino sabiduría para ejercer bien su función de gobernante, de modo que el Señor le concede “un corazón sabio e inteligente, como no lo ha habido antes ni después de ti ni surgirá otro igual después de ti”. Salomón, pues, tiene un objetivo claro por el que vivir: desempeñar su labor de gobernante, escuchando a su pueblo para juzgarlo sabiamente y poder discernir entre el bien y el mal.
Vemos, por tanto, en Salomón, un ejemplo de saber estar en la vida, de tener un fin por el que merecía la pena vivir, de suplicar al Señor lo que necesitaba en su acción de gobierno: el favor de saber hacer el bien a su propio pueblo, de modo que el Señor le escuchó en su petición y le otorgó más de lo que pedía.
Vende todo lo que tiene y se queda con lo esencial
En las dos parábolas evangélicas -la del tesoro escondido y la perla preciosa-, de igual manera se nos pone en consideración la sabia decisión que toma “uno” ante el hallazgo de un tesoro: vender todo para comprar el campo en que se halla ese tesoro; sabia es también la decisión del comerciante, que vende todo lo que tiene para comprar una perla preciosa.
El tesoro o la perla preciosa es el reino de Dios; su valor es tal que todo lo demás hay que posponerlo. Por entrar en el reino de Dios, por conocer a Jesús y seguirle en fidelidad es preciso dejar todo, vender todo.
Los valores de verdad mueven a la persona a la acción y marcan el género de vida. Un problema muy común es que valoramos “con el intelecto” más que con el corazón y por eso los valores, que creemos tener, no dinamizan la vida y la conducta de la persona.
Pensemos que el reino de Dios se concreta en la persona de Cristo Jesús, del que nosotros nos consideramos discípulos. Si el hallazgo de Cristo, la persona de Cristo es nuestro tesoro o perla preciosa, ¿hasta qué punto nuestro seguimiento de Jesús nos está llevando a vender todo para quedarnos con Él?
Nos predestinó a ser imagen de su Hijo
El breve texto de la carta a los Romanos nos describe la acción de Dios sobre los que le aman. Dios nos propone como fin último nuestra felicidad, expresada con el término: glorificación. Pero para llegar a este último peldaño, el apóstol san Pablo nos señala los anteriores: Dios pensó en nosotros antes de la creación del mundo; nos predestinó a reproducir la imagen de su hijo Jesucristo. Porque nos predestinó, nos llamó y, al llamarnos, nos justificó; el hacernos justos o santos en su presencia conlleva la glorificación o la felicidad. Ver, saber esto, es lo fundamental.
He aquí el fin que Dios-Padre nos propone y nos regala. Solo Dios, junto a ese fin, nos proporciona el medio único por el que obtenerlo o recibirlo: el seguimiento de Jesús en humildad, recreando en nuestra vida la imagen de su hijo, Cristo, nuestro Señor.



