La cultura de un pueblo siempre encierra sorpresas para un visitante, de ahí que haya una extensa bibliografía sobre relatos de viajes contados como experiencias personales y que ejercen un atractivo especial para el lector. El agustino recoleto Enrique Eguiarte visitó Kenia del 25 de enero al 10 de febrero y nos ofrece las vivencias de este viaje y de su estancia en el país africano.
Regreso a Nairobi y a Wote
Finalmente, llegó el momento de despedirme de las hermanas y de ir de nuevo hacia el aeropuerto para regresar a Nairobi. En el camino hacia el aeropuerto paramos un momento para ver la catedral de Lodwar. Un lugar como todo en la ciudad, muy sencillo y verdaderamente de misión.
En el aeropuerto de nuevo éramos pocas las personas no africanas. Por el acento de quienes estaban sentados cerca de mí, se podía saber que eran ingleses. En su gran mayoría eran turistas que habían venido a esta zona de Kenia para visitar el lago Turkana y disfrutar de los paisajes de dicho lago. En esta zona de Kenia no se hacen safaris.
Una vez en la avioneta, la misma que me había traído a Lodwar diez días antes, despegamos hacia Eldoret como la escala de rutina antes de llegar a Nairobi. Como la tarde ya iba cayendo, pude disfrutar de los magníficos paisajes desérticos del norte de Kenia, bañados por los últimos rayos del sol. Pude notar que el avión iba siguiendo por un tramo la rudimentaria carretera que une Lodwar con Eldoret. Aunque realmente no es una carretera, sino un camino abierto en medio de las arenas del desierto. Y así se podía ver desde las alturas, como una línea recta en medio del desierto, y a cuyos lados no había nada, más que arena; ni estaciones de gasolina, ni comercios, ni ciudades. Simplemente arena…
El aterrizaje en Eldoret fue muy bueno, y muy pronto los puestos que estaban vacíos se llenaron. De nuevo la avioneta echó a andar las hélices, y muy pronto estábamos de nuevo en el aire. La noche cayó rápidamente, y cuando estábamos ya muy cerca de Nairobi, y había comenzado el descenso, el aire caliente que subía desde la tierra embistió violentamente la avioneta, lo que la hizo dar unos saltos desestabilizando el vuelo. La sorpresa del golpe y el subir y bajar de la avioneta nos llenó a todos de temor en un primer momento. Yo pronto comprendí de lo que se trataba y permanecí tranquilo, recordando que en verano pasa lo mismo en los vuelos de Roma a Madrid. No obstante, en los aviones grandes el choque del aire caliente que sube se siente menos, y las turbulencias son menores. Junto a la terrible experiencia de la tormenta tropical en el Amazonas, esto era un juego de niños. No obstante, la mujer joven de color que iba sentada a mi lado se espantó tanto, que sin decirme nada, de pronto me cogió la mano. Pude comprender su miedo, y sin soltarle la mano, le comencé a decir en inglés que estuviera tranquila, que no pasaba nada, que no era nada grave y que llegaríamos a nuestro destino bien. La turbulencia duró unos cinco minutos, y muy pronto estábamos ya a una altura en donde no solo se podía ver ya la tierra, sino que el aire caliente ya no impactaba en la avioneta. La mujer avergonzada me soltó la mano. Yo me quedé contento de haberla podido tranquilizar y haberle quitado un poco el miedo.
Después del aterrizaje, mientras esperaba la maleta, el comentario de todos los pasajeros era el de la turbulencia de los últimos momentos antes de aterrizar. Yo recogí mi maleta y cuando salí del pequeño aeropuerto de Wilson en Nairobi, el propio de los vuelos locales, ya me estaban esperando las monjas agustinas recoletas de Wote, sor MaríaJosé Vila y sor Judith. Nos dirigimos a su camioneta y emprendimos el camino hacia Wote, a unos 180 km de Nairobi. Paramos un momento para comprar algo de cenar y proseguimos nuestro viaje por una autopista que nos ayudó a evitar el tráfico nocturno de Nairobi.
Pasamos por un lugar que me recordó un antiguo chiste que contaban los jóvenes del grupo de Jornadas “Abbá” de Querétaro. El chiste estaba ubicado en África y se usaba la palabra “mololongo”. Y efectivamente pasamos por un lugar en Nairobi que se llama Mololongo. Yo no solo pensé en el viejo chiste queretano, sino cómo la realidad en muchas ocasiones supera la ficción…
La primera hora de viaje nos tocó mucho tráfico. Nairobi como todas las capitales del mundo suelen tener mucho tráfico. Una vez que dejamos atrás la zona conurbana de Nairobi y nos alejamos de ella, estábamos ya en la Kenia profunda. La noche era cerrada y no se veía nada, fuera de los faros de la camioneta de las monjas. De vez en cuando pasábamos por algún poblado. Casi todos con pocas luces, pero con mucha música. Hacia las diez y media de la noche, llegamos al monasterio de Wote. Mi primera sorpresa fue que, al abrirse las puertas de la clausura del monasterio, estaban todas las religiosas esperándonos para recibirnos con cantos, bailes y una lluvia de pétalos de flores. Una excelente bienvenida. Ahí conocí a quien se iba a convertir en mi amigo por los siguientes diez días, “Bombo”, un cachorro que esa noche me ladró como a un extraño, pero que pronto se haría mi amigo inseparable.
Las monjas me acompañaron a la hospedería y regresaron a la clausura. Yo sin muchos preámbulos, con el cansancio del día me fui a dormir. Por la noche me visitaron los mosquitos, pero pude darme cuenta de una cosa curiosa. Aunque me habían picado, al día siguiente no quedaban huellas de sus picaduras, ni molestias por las mismas. Algo muy diferente a los mosquitos de otros países, y concretamente de los de mi casa en Roma, cuyos piquetes me dejan en el cuerpo marcas significativas…