La cultura de un pueblo siempre encierra sorpresas para un visitante, de ahí que haya una extensa bibliografía sobre relatos de viajes contados como experiencias personales y que ejercen un atractivo especial para el lector. El agustino recoleto Enrique Eguiarte visitó Kenia del 25 de enero al 10 de febrero y nos ofrece las vivencias de este viaje y de su estancia en el país africano.
Ejercicios espirituales
Esa misma tarde, después de la comida, comenzamos los ejercicios espirituales. La primera charla la tuvimos en la capilla, con los ventiladores a todo lo que daban. Ya que eran los Ejercicios espirituales agustinianos, yo había llevado desde Roma todos los materiales impresos, tanto los esquemas de las charlas, como los folletos de la Lectio divina. De hecho, en Roma en el lugar donde fui a hacer las fotocopias, curiosamente tenían en una de las paredes del negocio un mapa de África. El dueño se dio cuenta de que yo miraba fijamente el mapa, y me preguntó la razón. Fue entonces cuando le expliqué que muy pronto tendría que viajar hacia Kenia. Así que desde Roma los materiales estaban ya preparados. Todo en inglés, que es la lengua de comunicación en Kenia, pues se hablan diferentes dialectos, pero el idioma para comunicarse con quien no habla sus dialectos es el inglés.
Ciertamente, Kenia como antigua colonia inglesa y perteneciente a la Commonwealth, parece una Inglaterra en pequeño, pues no solo los enchufes son como los de Inglaterra, sino los mismos interruptores de la luz, el sistema de los servicios; es como una copia de Inglaterra. Lo mismo los coches, el tráfico y la circulación, lo hacen como en Inglaterra…
Bien, pues, repartí los materiales de los ejercicios espirituales agustinianos en inglés y vivimos nuestro primer día de retiro. Llegada la noche, me retiré a mi habitación en la hospedería y, por suerte, no me visitaron los mosquitos. Había tenido la precaución de cerrar puertas, ventanas, y de cerrar escrupulosamente los mosquiteros. Pero a falta de mosquitos, calor. Durante la noche no dejé de sudar. El calor me recordaba los días del ferragosto romano, pero sin humedad. El calor de Lodwar es seco y desértico.
En la madrugada, no sé si serían las 5.00 o las 5.30 horas, comencé a oír mucho ruido y una voz que desde un altavoz repetía infatigablemente una frase. A esta voz rítmica y sonora le acompañaba otra voz más aguda, como si fuera una respuesta a lo que la primera voz iba diciendo, que en realidad era un torrente de palabras. El volumen era tan elevado que no se podía seguir durmiendo. Así que me levanté y me preparé para las actividades del día.
Hacia las 6.30 de la mañana las voces se fueron apagando hasta desaparecer totalmente. Cuando les pregunté a las hermanas sobre el ruido y las voces sonoras, me dijeron que junto a su convento hay un templo de una secta pentecostal que muchas mañanas se reúne para su culto, y no sé si alabaran mucho a Dios con sus gritos, pero lo que sí es seguro es que perturban la paz de todo el vecindario.
El segundo día de los ejercicios espirituales transcurrió sin mayores sobresaltos, aunque en esta ocasión la misa la tuvimos a primera hora de la mañana, cuando todavía estaba un poco más fresco, para evitar los calores del día anterior. Durante la misa mañanera pude darme cuenta de que en ocasiones se oía ruido sobre las láminas de metal del techo de la iglesia. Eran unas aves que por la mañana se colocaban sobre el techo de la Iglesia para aprovechar el fresco, y que con las garras hacían ruido sobre las láminas. Este detalle me hizo recordar de nuevo Lábrea y los urubús o pequeños buitres, que hacen lo mismo en los techos de las casas e iglesias del Amazonas…
En este segundo día de ejercicios espirituales en Lodwar, las charlas las tuvimos en una terraza de la hospedería donde soplaba viento. Ciertamente un viento caliente, pero al fin y al cabo corría el aire, y esto daba un poco de respiro, aunque alguno de los días tuvimos que meternos dentro del convento, porque el viento era demasiado fuerte.
Desde la terraza en la que nos encontrábamos se podían ver las casas de los vecinos. Había algunas casas bien construidas, pero se alcanzaban a ver las típicas chozas africanas, de forma cilíndrica y con el techo de paja o de palma.
Durante las misas me di cuenta de que los cantos los hacían no solo en inglés, sino que también en ciertos momentos de la misa las hermanas mexicanas daban espacio a las religiosas jóvenes para que cantaran cantos en suajili, la lengua bantú que habla la mayoría de las personas en el África oriental y en Kenia. Estos cantos son sumamente armoniosos y rítmicos. Me llamó mucho la atención que una hermana entonaba el canto, y todas las demás respondían y continuaban con el canto. Así, con un tambor para marcar el ritmo y una especie de maracas, que en realidad era una caja con semillas, se entonaban una serie de cantos con una belleza y musicalidad muy particular. Si alguno no los puede imaginar, basta que escuche la pista sonora del musical del “Rey León”. De hecho, durante mi estancia en Kenia en todas las misas me sentía dentro de esta obra musical, ya que los cantos eran muy parecidos a los de dicho musical.
Pero mi sorpresa ante los cantos y la liturgia todavía no habían llegado a su punto más alto.
Llegado el domingo, 29 de enero, tuvimos la misa comunitaria a las 6.30 de la mañana, y me llamó la atención que entre la poca gente del pueblo que había acudido a la celebración, hubiera dos filipinos, con sus inconfundibles rasgos malayos. Cuando les pregunté a las hermanas sobre ellos, me dijeron que eran unos laicos filipinos que pertenecían a un movimiento religioso católico y que regentaban un hospicio cercano a Lodwar. Me dijeron también que en ocasiones llevaban a todos los niños a la misa por la mañana, y llenaban la iglesia conventual, pero que en esta ocasión esto no había sido así.
Al ser domingo, me invitaron a ir a la parroquia de Christ The King (Cristo Rey), regentada por los Combonianos, y que está enfrente del convento. Bastaba cruzar la calle de arena y entrar en una gran explanada, también de arena, que era ya parte de los terrenos de la Parroquia. Me acompañaron sor Judy, keniata, y sor Ana Laura, mexicana.
Misa «a la keniana»
Llegados a la parroquia nos dirigimos a la sacristía, y las monjas me presentaron al sacerdote que iba a celebrar la misa, un comboniano de Etiopía. Pronto llegaron los monaguillos, que se revistieron a la usanza de los monaguillos europeos y, una vez que estuvimos todos listos, comenzamos la procesión de entrada. Nunca me hubiera imaginado lo que vi en ese momento. Nosotros decimos que la misa es una fiesta, pero en Kenia la misa es verdaderamente una fiesta, no únicamente la teoría de una fiesta, pues la procesión de entrada no solo estuvo acompañada por cantos, de nuevo el “Rey León”, sino también por bailes.
Delante de los celebrantes iban los monaguillos, y por delante de ellos un grupo de danzantes de ambos sexos y de todas las edades que nos iban abriendo camino, bailando al son del canto de entrada. En esta ocasión la misa no estuvo animada por el coro “oficial” de la parroquia, sino por un grupo de estudiantes adolescentes de la escuela secundaria regentada por los mismos combonianos, que en realidad cantaron como los mismos ángeles.
Después de los ritos iniciales, más cantos para el Gloria; de nuevo la música del “Rey León”. Pero me esperaba otra sorpresa. Después de la oración colecta, vino más música y la procesión de entrada de la palabra. Una familia, acompañada por un grupo de danzantes llevaron la Biblia desde la entrada de la Iglesia hasta el ambón. Me gustó ver la importancia que se da a la palabra de Dios, y las danzas y los cantos recordaban un poco el libro de Nehemías y el honor dado a la palabra de Dios en el antiguo pueblo de Israel (Neh 8, 1-8). La misma familia que había llevado la palabra, leyó las lecturas. El padre la primera lectura, la madre el salmo, y el niño la segunda lectura. Después del evangelio, vino la homilía que en esta ocasión el sacerdote comboniano hizo en suajili, pero como había personas de lengua turcana, la homilía fue bilingüe. El sacerdote decía unas palabras en suajili y una mujer intérprete hacía la traducción al turcana. Por supuesto ni en suajili ni en turcana me enteré de lo que se decía.
Terminada la homilía y el credo, vino la oración de los fieles. De nuevo un rito particular. El sacerdote introdujo las peticiones, en suajili y después pasaron al frente unas ocho personas de todas las edades y condiciones económicas. Cada una de ellas iba haciendo una petición de manera espontánea. Una anciana turcana, hizo prácticamente una homilía, pues su petición duró unos tres minutos. Los demás fueron más breves, pero no mucho menos.
Acabadas las peticiones, comenzó el interminable ofertorio con dos partes fundamentalmente, hasta donde pude entender. La primera parte, la procesión de las ofrendas. De nuevo la música del “Rey León” y los bailes. El sacerdote me invitó a acompañarlo para recibir las ofrendas. El pan y el vino, y otras muchas cosas que la gente presentaba en especie, fruta, cereales y otras cosas que no puede identificar, pero parecían alimentos. Después de depositar sus ofrendas los oferentes se quedaban debajo del presbiterio mirando hacia el pueblo, y terminada la procesión todos juntos regresaban a sus lugares.
La segunda parte fue la correspondiente a las ofrendas económicas. Los monaguillos se pusieron dos frente al altar, y otros dos, uno a cada lado del altar. Cada uno con una enorme caja de madera con una ranura en su parte superior. En dichas cajas como alcancías, se iban a recibir las ofrendas económicas. Una vez que los monaguillos estuvieron en sus puestos, toda la gente presente en la iglesia pasó a depositar su ofrenda. Una vez terminado dicho rito, continuamos la misa con el prefacio.
En el momento del “Santo” me llamó la atención que ahora no eran solo los danzantes los que bailaban, sino toda la asamblea. A esto me iría acostumbrando poco a poco. También en Wote, en el otro convento de las agustinas recoletas, sucedía lo mismo. Llegado el “Santo”, la gente alzaba las manos rítmicamente, y en vista de que el sacerdote que estaba presidiendo lo hacía, comprendí que debía hacerlo también, así que aprendí parte de la “danza” correspondiente al Santo.
El rito de la comunión estuvo de nuevo animado por los cantos y los danzantes que estaban en la parte frontal de la Iglesia, que bailaban al ritmo de los cantos. De nuevo la comunión fue sumamente larga.
Después de la bendición, la procesión de salida de nuevo con cantos y baile. En este caso los danzantes avanzaron hasta la mitad de la Iglesia y ahí se pusieron a ambos lados del pasillo, y fue cuando pasamos en medio de ellos, tanto los monaguillos como los celebrantes camino de la sacristía, mientras la misa terminaba con cantos y bailes. Al final pude darme cuenta de que habían pasado casi tres horas… Nada que ver con nuestras celebraciones al vapor en occidente.
Compartiendo con las gentes turkanas
Después de hacerme algunas fotos con los monaguillos, salí de la iglesia para saludar a las mujeres turcanas, y a hacerme fotos con ellas. Es fácil reconocer a los turcana, pues las mujeres llevan trajes de colores muy vivos y muchos collares pegados al cuello. Los hombres llevan solo un manto corto a cuadros, con el que se envuelven el cuerpo, y un bastón.
Fue muy curioso que las mujeres turcanas, después de hacernos las fotografías comenzaron a hablar conmigo con toda confianza, como si yo supiera la lengua turcana. Se ve que el recuerdo que ellas tienen de los misioneros extranjeros es el de aquellos que hablan su lengua. Me tuve que disculpar con ellas, y por medio de un intérprete hacerles saber que no hablaba su dialecto. Fue verdaderamente una lástima no haber podido hablar con esas mujeres, y conocer de primera mano un poco de su vida y su cultura.
Comida con los Combonianos y regreso al monasterio
Posteriormente, el sacerdote comboniano me invitó a conocer su casa, que estaba a unos cuantos metros de la parroquia. Al llegar a la casa vi que en la entrada de la misma había dos grandes garrafones de agua, vasos y gente bebiendo agua. En ese momento me llamó la atención. Después descubriría que el gran problema de Kenia, y de toda el África en general es el agua. Me tocaría ver después, cuando iba de camino hacia Nairobi, las procesiones interminables de gente que va a buscar agua, que posiblemente pasa la mitad del día consiguiendo agua y en ocasiones no de mucha calidad…
En la casa de los Combonianos conocí al resto de la comunidad. El prior, aunque era keniata, hablaba perfectamente el español, ya que había estado destinado muchos años en Perú. Era increíble oír hablar español en estos rincones de la tierra. Como parte de la comunidad había un comboniano mexicano, el padre Aarón, quien es el capellán de las monjas agustinas recoletas. Después de departir un poco con ellos, emprendí el camino de regreso al convento acompañado por las dos monjas que habían venido conmigo, sor Judy y sor Ana Laura. En la gran explanada de arena que separa la parroquia de la calle de arena, me hice algunas fotografías con unos niños y, antes de salir del terreno de la parroquia, sor Judy me indicó una pequeña parte del mismo en donde se veían algunos túmulos. Me dijo que era un cementerio para las personas pobres de Lodwar, y que los misioneros habían cedido ese trozo del terreno de la parroquia para construir ese lugar de reposo para los más pobres entre los pobres.
En el Monasterio San Agustín
Durante días seguí pensando en la experiencia vivida durante la celebración dominical, y sobre todo cómo estas personas posiblemente no tenían muchos bienes materiales, pero sí tenían una gran alegría e ilusión por vivir.
Todas las noches mientras estuvimos de ejercicios espirituales, me reunía con la comunidad para escuchar lo que cada una de las hermanas había vivido a lo largo del día, y con qué experiencia se iba a quedar para su vida. Fueron momentos entrañables e interesantes, sobre todo al ver las diferentes perspectivas que se tienen desde una cultura diferente.
Aunque me encontraba en Kenia y dando ejercicios, eso no significó que me había olvidado de mis clases. Aunque había planeado el viaje para que coincidiera en el periodo entre los dos semestres de mis clases en Roma, mis clases online con la Universidad Pontifica de México continuaban. Así que, cuando llegó el día de mi clase, tuve la suerte de poderme conectar por internet. La señal fue buena, y pude dar mi clase con tranquilidad. Las monjas mexicanas quisieron acompañarme en mi clase y tomaron apuntes de lo que dije, ya que hablé sobre san Agustín y el Maniqueísmo. Me parecía casi imposible estar dando mi clase desde Kenia a mis alumnos en la ciudad de México. Estas son algunas de las maravillas de la tecnología contemporánea…
Al acabar los ejercicios espirituales las hermanas me enseñaron las dependencias del monasterio. Pude darme cuenta de que es un monasterio muy grande y que, a pesar de su extensión, tiene una muy buena tapia que lo resguarda y protege. Ciertamente, el monasterio tiene tres partes perfectamente delimitadas. La primera está formada por la hospedería y la iglesia del monasterio. La segunda es el mismo monasterio; y la tercera es la enorme huerta y granja del monasterio. En esta ocasión me enseñaron lo que no había visto todavía, a saber, las dependencias del monasterio y la huerta. En la huerta tienen algunas cabras y gallinas. Tienen también dos perros que les regalaron las monjas de Wote, para que cuiden el monasterio por la noche.
En la huerta cultivan algunas verduras, aunque la tierra no es demasiado buena, y el agua del pozo de las monjas es demasiado salada.
El monasterio es sencillo, pero acogedor y muy adecuado para el clima caliente en el que se encuentran.