La cultura de un pueblo siempre encierra sorpresas para un visitante, de ahí que haya una extensa bibliografía sobre relatos de viajes contados como experiencias personales y que ejercen un atractivo especial para el lector. El agustino recoleto Enrique Eguiarte visitó Kenia del 25 de enero al 10 de febrero y nos ofrece las vivencias de este viaje y de su estancia en el país africano.
El vuelo: de Roma, por Doha, a Nairobi
El 25 de enero, día de la conversión de san Pablo, salí hacia el aeropuerto de Fiumicino, en Roma poco después del mediodía para tomar el avión de Qatar Airways con destino Doha, y de ahí, después de una breve escala continuar el viaje hacia Nairobi.
El vuelo de Roma a Qatar fue bueno, y el avión, de manera incompresible, iba lleno, a pesar de ser un día ordinario. No obstante, como Doha es el punto de enlace de los vuelos de Qatar con diferentes lugares del mundo, quienes viajábamos en este vuelo no teníamos como destino final Doha, sino otros países del mundo. De hecho, pude oír que mi compañero de asiento, un hombre de Milán, iba a Tailandia; y una chica filipina iba sentada junto a la ventanilla, y que se había educado en Italia, de tal forma que si no le veías el rostro, podrías pensar que era una chica italiana, pues hablaba el italiano sin acento extranjero. Ella iba, lógicamente, a visitar a su familia a Filipinas.
En Doha esperé un par de horas y después pude continuar el viaje hacia Nairobi. En esta ocasión fue curioso constatar que éramos pocas las personas no africanas que viajábamos en dicho vuelo. Ya en el avión pude probar un anticipo de lo que viviría durante las próximas semanas en Kenia.
De Nairobi, por Eldoret, a Lodwar
Después de aterrizar en Nairobi, bajamos del avión como se hacía antiguamente, por una escalerilla. Pasé los controles de COVID y migración. Este último tardaron en hacérmelo. Pasado dicho control, pude recoger mis maletas y salir. Ciertamente el aeropuerto Jomo Kenyata de Nairobi no es la terminal Adolfo Suárez de Madrid. Allí sales del aeropuerto, y ya has salido a la calle, es decir a la parte exterior del aeropuerto.
Fuera me estaban ya esperando pacientemente las monjas agustinas recoletas del monasterio de Wote. Fue para mí una gran alegría poder ver a la priora del monasterio de Wote, sor María José Vila, junto con sor Judith y sor Victoria. Todas ellas con su particular hábito misionero de las monjas agustinas recoletas, color gris claro. Me recibieron con gran cariño y después de los saludos y preguntas de protocolo, nos dirigimos a una cafetería cercana, al aire libre, a tomar juntos un café.
Después, como tenía que esperar hasta el día siguiente para tomar de nuevo el avión para ir al norte de Kenia, a Lodwar, me llevaron a la casa de formación de los misioneros de Guadalupe, no sin antes haber pasado a casa de unas monjas franciscanas, amigas de las recoletas de Wote, donde nos acogieron con una gran hospitalidad, y pude acomodar mis maletas, ya que tenía que dejar una maleta en Wote y llevarme solo una maleta a Lodwar. Hecho el arreglo, nos despedimos de las religiosas franciscanas, agradeciendo su hospitalidad y me llevaron al seminario de los Misioneros de Guadalupe.
Allí me recibió el padre Santiago, originario de Puebla (México) y en la casa había solo dos seminaristas, también mexicanos, Rodolfo y Manuel. Los Misioneros de Guadalupe tienen la costumbre de que sus formandos hacen la última etapa de la formación en el país en el que van a trabajar, para que se vayan familiarizando con la lengua, las costumbres y la vida cotidiana del lugar. Después de haberme instalado en la habitación que me asignaron, me duché y bajé a comer con ellos. Me dijeron que por la noche no iba a venir cocinera, así que me dijeron que cenaríamos fuera, en un restaurante de comida típica de Etiopía que quedaba cerca del seminario. Por la tarde presidí la misa en español en una pequeña capilla circular que tiene en su casa. Terminada la misa, salimos hacia el restaurante etíope.
Antes de salir, en vista de que los misioneros tenían tres perros pastor alemán para cuidar la casa, dos grandes y un cachorro, el padre Santiagome “presentó·” a los perros, que me olieron, me identificaron como parte de los moradores de la casa, y particularmente el cachorro se hizo mi amigo.
Durante la cena pude probar la cerveza típica de Kenia llamada Tusker y el watt, una carne con especias, donde la carne es servida sobre una gran torta de trigo y hay que ir cortando dicha torta e ir comiendo la carne. Algo muy sabroso, pero que tiene demasiadas especias. Terminada la cena, volvimos a casa y los perros nos recibieron con fiestas, sobre todo el cachorro que era mi amigo. Yo, después de despedirme, me fui a descansar pronto, pues llevaba una noche sin dormir.
Al día siguiente, como el vuelo hacia Lodwar salía a las 7.30 de la mañana, el superior de los Misioneros de Guadalupe, el padre Ascensio me recogió a las 5.30 y me llevó al aeropuerto del que salen los vuelos locales, llamado Wilson. Se trata de un aeropuerto muy pequeño con pocos vuelos diarios. De hecho, el vuelo lo hice en una avioneta de hélice en la que volábamos unas treinta personas. La avioneta me recordó un ilustre vuelo hecho hace unos quince años, de Manaos a Lábrea, donde sobre todo fue terrible el vuelo de regreso, de Lábrea a Manaos, ya que después de Humaitá nos cogió una tormenta tropical muy violenta, en la que la avioneta, zarandeada por los fuertes vientos y el ímpetu de la lluvia, era violentamente empujada hacia abajo. En aquella ocasión, la avioneta, como podía, de nuevo intentaba volver a recuperar la altura, para ser de nuevo empujada hacia abajo por la fuerza del viento. Después de unos quince minutos críticos, que parecieron una eternidad, cesó la tormenta, y pudimos llegar a Manaos sanos y salvos. Al descender de la avioneta, fray Miguel Pérez (+) dijo lo que todos estábamos pensando, que él había llegado a creer que este iba a ser nuestro último viaje…
Con estos recuerdos me subí a la avioneta con destino Lodwar. Sin embargo, este vuelo fue muy apacible y tranquilo, aunque el viaje de regreso iba a ser muy diferente. Pero no adelantemos acontecimientos. El vuelo hacia Lodwar duró aproximadamente dos horas, e hicimos una escala antes de Lodwar en la ciudad de Eldoret.
Al mirar por la ventanilla de la avioneta me llamó la atención el cambio del paisaje. En las cercanías de Nairobi y hasta Eldoret, el paisaje es muy verde y en algunas partes se podían ver bosques o abundancia de vegetación. Después de Eldoret el paisaje cambia radicalmente, pues se convierte en un panorama desértico. Desde la ventanilla de la avioneta se podía ver la arena en la que sobresalían algunas piedras y algún árbol perdido. El aterrizaje en Lodwar no fue de los mejores que me han tocado. Alguna persona comentó que nos “habían dejado caer del cielo”, tal fue el golpe que el tren de aterrizaje dio contra la pista de aterrizaje de Lodwar.
En Lodwar
En el rudimentario aeropuerto de Lodwar, fue curioso el momento de recoger las maletas. Unos empleados con un gran carro se acercaron al maletero del avión, sacaron los equipajes, dejaron el carro con las maletas junto a la pista de aterrizaje y se marcharon. Yo, en este caso, seguí el ejemplo de la gente. Vi cómo los pasajeros se acercaban al carro y cada uno cogía su maleta. Yo tuve suerte de que mi maleta estaba por encima de las demás, así que la pude sacar sin problema.
Al salir del galpón que hace de aeropuerto en Lodwar, ya me estaban esperando también las monjas agustinas recoletas del monasterio de San Agustín con su inconfundible hábito gris claro. Habían salido a recogerme sor María de Lourdes, mexicana, y sor Judy, keniata. En el camino hacia el convento me llamó la atención que en Lodwar hay una buena carretera que comunica con la conflictiva frontera norte de Kenia, que, según me dijeron, construyeron los chinos, pero solo hay dos o tres calles que están asfaltadas en la ciudad. Todas las demás son de arena. Nuestro conductor se lanzaba a toda velocidad por unas amplias avenidas de arena en donde iba esquivando grandes piedras que aparecían de vez en cuando. Yo me sentía como en una carrera en medio del desierto, una especie de Paris-Dakar de los pobres, y no sentía miedo, pues me daba cuenta de que el conductor conocía el camino y cada una de las gigantescas rocas que salían a nuestro paso en medio de la arena, y en ocasiones confundidas con la misma arena.
Muy pronto llegamos al convento de las agustinas recoletas. En medio de la arena se levantaba la Iglesia y la hospedería del convento. Al llegar, las monjas me dieron la bienvenida con un excelente desayuno. Conocí a quienes formaban parte de la comunidad. Son cuatro monjas mexicanas, aunque en ese momento solo estaban tres, pues la priora, sor Margarita, se encontraba en México, haciendo una visita a su familia. Me recibieron sor María de Lourdes, de la que ya hemos hablado, sor Irene y sor Ana Laura. Conocí a las dos profesas simples, sor Judy, que fue quien me salió a recibir al aeropuerto, y sor Jacqueline. Tienen una novicia, sor Joane, que es originaria de Uganda. Y una postulante, sor Hellen. Durante los días en los que estuve con las monjas estaba con ellas una religiosa de vida activa de nacionalidad etíope, que estaba haciendo una experiencia de discernimiento vocacional. Ella también participó en los ejercicios espirituales.
Después de las presentaciones tuvimos la misa. Durante la celebración de la eucaristía me pude dar cuenta de que el clima de Lodwar era muy diferente al de Nairobi. En la capital, aunque hace calor durante el día, por las mañanas y las noches la temperatura baja. Aquí en Lodwar el calor no cesaba ni de día ni de noche. Un perpetuo y tórrido verano. Mientras celebraba la misa con ellas en la capilla del convento no dejé de sudar profusamente. Menos mal que se compadecieron de mí, y me pusieron un par de ventiladores para que me dieran un poco de alivio. Esta iba a ser la realidad durante todos los días que estuve en Lodwar, el calor que no daba tregua, ni de día ni de noche.