Martín Legarra (1910-1985), agustino recoleto.

El agustino recoleto Martín Legarra Tellechea (1910-1985) fue testigo directo de varios grandes acontecimientos del siglo XX. Desarrolló su servicio ministerial con optimismo, simpatía y dotes para la comunicación. Su vida como misionero, educador y obispo podría haber servido para guion de una película.

Martín vuelve a Panamá con una grave afonía. Es Semana Santa, y ni el miércoles ni el jueves santo celebra por falta de voz. El viernes santo consigue leer las pocas frases de Cristo en la lectura de la Pasión. El sábado santo lo pasa en cama.

Los médicos hacen placas y descubren parálisis de la cuerda vocal izquierda. Pero lo que les llama mucho más la atención son unas sombras en el pulmón. El 22 de abril comunican que hay un tumor de unos dos o tres años de desarrollo. Por su extensión y configuración no es operable.

“¡Cáncer! La enfermedad de la familia: de cáncer murió mi madre, mi hermana Martina, mi hermano Víctor y mi hermano Santiago. Ahora es mi turno. ¡Alabado sea el Señor!”.

Su plan de retirarse al Colegio San Agustín se adelanta y desde el 1 de mayo reside en esa comunidad. Llegan cartas, regalos, telegramas, notas… Sus parroquianos de La Caleta se vuelcan en atenciones y le acompañan y atienden, junto con dos enfermeras y las Siervas de María. También uno de sus sobrinos agustinos recoletos le acompaña, toma notas, en horas de oración y confidencias.

Rechaza la propuesta de unos amigos de llevarlo a Houston: “He hecho mi opción gozosamente. ¿Puedo, además, causar un gasto que la mayoría de mis feligreses no podrían hacer? Dios ha sido generoso conmigo”.

El 11 de mayo recibe la Unción de los enfermos en comunidad. Aprovecha para despedirse de sus hermanos:

“Desde ahora, para siempre, hermanos, os debo dar las gracias. Sí, gracias a todos. En todo tiempo y todos habéis sido muy buenos, generosos y comprensivos. Hermanos, me he sentido feliz, muy feliz entre vosotros que, a la vez, tantas cosas me habéis enseñado.

Hoy, a la vez que pido perdón al Señor, lo hago también a cada uno de vosotros por mis malos ejemplos, por no haber colaborado suficientemente a construir la comunidad como comunidad de amor. Perdón, hermanos; mi gratitud y amor para todos vosotros”.

Graba varios mensajes de despedida, uno para los fieles de Panamá, que monseñor Marcos Gregorio McGrath leyó en una misa que estaba siendo televisada. Los fieles, sabedores de que Martín está viendo el programa, se dirigen a él con un aplauso: “Fray Martín, estamos contigo en el Señor, gracias”.

A las cuatro de la tarde del 15 de junio de 1985 falleció. El Nuncio dijo que Martín había dado “la lección más grande que todo hombre es capaz de dar: la lección de su propia muerte”.

La capilla ardiente fue en San Francisco de La Caleta, y el funeral en la Catedral de Ciudad de Panamá, repleta, presidido por el arzobispo. Alguien describió ese último servicio de “aunar opuestos” de Martín: “Allí estaban las jerarquías de las Iglesias ecuménicas, nuestros obispos, nuestros seminaristas deslumbrados de promesas emuladoras. Allí estaban donceles de tantos colegios, viejucas, universitarios, campesinos, militares de alto rango, indios bocatoreños y cholos veragüenses, damas de Altos del Golf, españoles, políticos en ejercicio del poder o en ejercicio de la oposición. Sus frailes le arropaban con sus manos el féretro, porque sabían se les iba el padre y hermano amado”.

En su homilía, el arzobispo de Panamá dijo:

“Martín Legarra fue un don de Dios para la Iglesia de Panamá. En él se patentiza esa expresión de Pablo VI de que ‘más vale el hombre por lo que es que por lo que hace o por lo que tiene’.

El gran valor de Martín Legarra, aparte de lo mucho que hizo y habrá escrito, es lo que ha sido y lo que él es para nosotros: hombre bueno, profundamente bueno, pero con aquella bondad que viene de Dios.

Hombre alegre y de un constante buen humor —cada uno al pensar en él recuerda primero su sonrisa y alguna palabra jocosa que nos decía—, con aquella alegría, con aquel humor, que eran cosa seria, reflejo de un espíritu en comunión constante con Dios, su bondad y amor.

Esa bondad de Dios en él atraía, consolaba, nos animaba a todos. Amaba la vida, la vida misma, desprovista de oropeles y formalidades, la vida que es la relación con las demás personas, la amistad, el crecer y ayudar a crecer en la fe, en el amor de Dios y en Dios.

‘La Vida es bella’, me dijo hace pocos días, ya muy enfermo. Y luego agregó con una frase muy de él, tan cuidadoso en su expresión: ‘La Vida con mayúscula’”.

Tras el funeral fue enterrado en el Parque de la Paz, cementerio situado entre la Parroquia y el Colegio San Agustín, junto a los demás agustinos recoletos fallecidos en el país, tal como fue su voluntad.