Fray Mariano Gazpio: El Santo de la Misión con un rostro radiante de ternura.

El 4 de abril de 1924 llegó el primer grupo de misioneros agustinos recoletos a la misión china de Kweiteh (Shangqiu), Henan, entre ellos fray Mariano Gazpio Ezcurra. De aquello primeros tiempos (junio o julio de 1924) es la fotografía que se comenta y que fue sacada en la casa alquilada de la Misión. En ella aparecen los cuatro misioneros noveles: Pedro Zunzarren, Mariano Gazpio, Mariano Alegría y Luis Arribas.

Cuatro tipos raros. Eso les parecería a los familiares, a quienes se les manda la foto. Ésta es la copia de Luis Arribas, identificado en el círculo, arriba.

Acaban de llegar a China, un mundo distinto, que en España ni se imaginan. Han cambiado el hábito religioso por la bata china de rigor, bien abrochada al cuello y rasgada en el muslo, para poder alargar el paso. Ahora muestran los pantalones, calzan botas. Dos de ellos se cubren con salacot, el sombrero duro que no toca la cabeza, fresco en los terrenos cálidos, en las misiones. Ahora están en verano; para el invierno tendrán que utilizar tupidos gorros de lana o de piel.

Además de la bata y el salacot, lucen la otra insignia del misionero, la barba. En China era obligado: es señal de sabiduría, de autoridad. Ahora es barba de pocos meses. Con el paso del tiempo, les irá creciendo y la lucirán con orgullo, como bandera misional.

Sonríen. Están posando: para la familia, para los compañeros. A nosotros ahora se nos pide sonreír, hacer muecas, imitar gestos. Entonces la foto imponía respeto, o se hacía con seriedad por respeto al espectador. Los cuatro misioneros se sienten en familia, y muestran los detalles de su nuevo género de vida. Propiamente, no están comiendo, ni tomando el té: presentan cómo es la comida china, la mesa, los platillos y escudillas, la tetera, los famosos palillos…

Sonríen porque piensan en la impresión que causará su apariencia en los que los van a ver, a la otra punta del mundo, en España. Lo comentan, bromeando, aunque la cámara no lo capta. Y sonríen, en fin, porque están relajados, en una pausa de la pesada lección de chino.

En la foto hay otros protagonistas. Se camuflan dos animales. En primer plano, muy disimulado, de espaldas a la cámara y atento a la escena, un perro –¿un pekinés?– que reclama comida. Está pendiente de los misioneros, aunque a él nadie lo mira. El otro animal, casi oculto por la mesa, es un gato. Éste se muestra indiferente, indolente, pero concentra la atención de uno de los misioneros, que se olvida de la cámara, se sale de la foto y forma escena –tierna escena– aparte con él.

El fraile sonríe, igual que los demás, pero sonríe al gato. No piensa en los destinatarios de la foto, lejanos, ausentes. Él atiende a lo que tiene entre manos, a la belleza de un gato ordinario, a la maravilla de la vida que le sale al paso. Baja la guardia de la pose y deja un resquicio por donde penetra la cámara, que le fotografía el alma.

El fraile del gato es Mariano Gazpio y ésta es una de las poquísimas fotos en que le vemos sonreír, con un rostro radiante de ternura. Esta escena conjura el estereotipo de fraile serio que pesa sobre él: santo, sí, pero muy serio. El gato lo reconcilia con la vida cotidiana y con la obra de Dios en la creación. Y la escena de China conecta con la otra, de 60 años más tarde, en que está cuidando las higueras de Marcilla. Entre ambas discurre el Laudato si’, mi’ Signore de un santo misionero.