Maricela Valles es miembro de la Fraternidad Seglar Agustino-Recoleta de la Nuestra Señora de Buenavista, en Getafe (Madrid, España). Con su testimonio cuenta cómo el carisma agustino recoleto ha irrumpido en su vida, desde lo más íntimo hasta su modo de relacionarse con los demás.
Me llamo Maricela del Carmen Valles. Llevo 36 años casada con Miguel Hamelynck y tenemos tres hermosas hijas. Venezolana de origen y con nacionalidad española, durante los 23 años que llevo en Getafe me dedico a las tareas familiares y a colaborar con la Parroquia Nuestra Señora de Buenavista, comunidad eclesial en la que, como quien dice, soy “pluriactiva”.
Mi vocación agustiniana en la Fraternidad Seglar es un regalo de Dios en mi vida. Lo vivo como un servicio a los hermanos desde este carisma que promueve la Interioridad, la Comunidad y la Recolección. Me siento agradecida a Dios por ponerme en este peregrinar, en el que he ido creciendo como cristiana. Hice las promesas el 17 de enero de 2009, he sido responsable local de formación, secretaria del anterior Consejo Nacional de España y, actualmente, su presidenta.
Al poco tiempo de llegar a España en el año 2000, nos establecimos en Getafe y comenzamos a participar en la Parroquia local, Nuestra Señora de Buenavista, en la que servían los Agustinos Recoletos. En la primera misa a la que asistí se pidieron voluntarios para la Catequesis y se me pasó por la cabeza ofrecerme, dado que durante once años había trabajado en un colegio religioso en Venezuela. Pero, al final, no lo hice.
Más tarde participamos de un encuentro de matrimonios en otro lugar. Una pareja nos invitó a dar cursillos prematrimoniales; cosas de Dios, resultó que eran de la Parroquia de Buenavista. Era ya el segundo llamado que hacía vibrar mi corazón. Así que esta vez dijimos que sí.
Poco a poco me fui integrando en las actividades de la Parroquia. Dios se valió de los religiosos para que mi corazón empezara a abrirse al carisma agustiniano. Participábamos de los Cursillos Prematrimoniales, luego colaboré con la Catequesis de Comunión y me invitaron a asistir a la Catequesis de Confirmación, sacramento que no había recibido todavía.
Finalmente, nos invitaron a la Fraternidad Seglar. No tenía ni idea de que era eso, era una novedad para todos en la Parroquia, yo ni sabía quién era san Agustín antes de llegar a Getafe. Enseguida dije sí, me sentí alegre, agradecida, se encendió una llama que cada vez ardía con más fuerza, que me brindó un calor que yo extrañaba de familiares, de amigos, de comunidad.
Ha sido un proceso de aprendizaje, de formación e integración; pero sobre todo de sentir que Dios se fijó en mí, pequeña, débil, pecadora, simplemente una más que buscaba en la oración llenarme de su amor por la Palabra. Empezamos a conocer a san Agustín, la Regla de Vida y otros escritos… Cada reunión era entusiasmo, cariño, enseñanzas. La sencillez, humildad y ternura con que se compartía el carisma, la pasión por su vocación de nuestro asesor religioso… Empecé a sentir la acción del Espíritu Santo.
Mi corazón se hacía cada vez más inquieto, más necesitado de encontrar a Dios. Buscaba y encontraba paz, alegría, entendimiento, conseguía ver luz y me llenaba tanto que buscaba más y más. Aprender a mirarme dentro se me hizo muy difícil, sentía miedo, pero descubrí que allí Dios me hace vivir su misericordia, a pesar de mis debilidades siempre está conmigo, en mí.
Ese pilar agustiniano de la Interioridad fue calando. Mi fe se fortalecía, mi confianza y seguridad en las bondades de Dios crecían. Vivía por entonces un proceso de adaptación lleno de nostalgias, tristezas, apegos familiares, sociales y materiales. Mi apego la lejana Maracaibo era tan fuerte que no conseguía abrir mis ojos y ver lo que Dios me ofrecía. Mi corazón estaba cerrado. Pero empecé a vivir con los demás, fui haciendo comunidad; sentí que podía caminar junto a otros, abandonar la soledad de aquel apego.
La Familia Agustino-Recoleta empezó a ser parte de mi familia. Del mismo modo que acepté y reconocí que en mi propia familia no había perfección, aprendí que en comunidad caminamos juntos y tropezamos, nos equivocamos; pero Dios nos perdona siempre y nos ofrece su luz para ser mejores cristianos cada día.
Por eso busco el lado bueno, lo bonito y lo chévere de cada persona, busco esa luz de Dios que cada uno lleva en el corazón, que alumbra el camino; descubrí que Dios está conmigo, está delante de mí, y está detrás de mí, en las personas que forman parte de mi vida.
Acompasar los latidos de mi corazón con los demás es una bendición de Dios. En y con el hermano encuentro sentido a la vida. Dios vive en cada uno y me esfuerzo por creerlo, aceptarlo y valorarlo. Cuando a pesar de mis flaquezas e inseguridades descubro que Dios se presenta en los demás, que ellos son instrumentos para sentir y recibir el amor de Dios, comprendo en profundidad mi propio amor a los demás.
Suelo dejarme llevar por el impulso, expreso sin límites lo que siento, doy rienda suelta a los sentimientos. A veces termino con llantos, angustias, lamentos… Pero la mayoría de las veces digo “te quiero” y “gracias”, doy abrazos fuertes, ofrezco sonrisas; me atrevo a vivir con pasión cada minuto. Y todos me quieren así, con mis apasionados latidos, que lo único que quiero es ser feliz con mis hermanos.
Un consejo que siempre doy es escuchar: a Dios, a su Palabra, a nuestro corazón y al hermano, donde también está la voz de Dios. Y, juntos, dejarnos llevar por el compás de la oración, de la Palabra, del silencio que ayuda a escuchar a Dios y del esplendor de las bellezas de Dios en la Creación.