La Conversión de san Agustín. Jaume Huguet, hacia 1470, para el altar mayor de la iglesia del convento de Sant Agustí Vell. Museu Nacional d’Art de Catalunya, Barcelona.

“El proceso de conversión de san Agustín es ante todo un itinerario afectivo, de ordenar los amores y de amar a quien se debe amar, pues el ser humano ha sido creado para Dios y el corazón del hombre estará inquieto hasta que descanse en Dios”.

Enrique Eguiarte Bendímez, agustino recoleto, es un apasionado amante de san Agustín, al que estudia de forma asidua buscando conectar la doctrina agustiniana con las inquietudes y valores o contravalores del mundo actual. En esta semana vocacional y en esta fecha, en la que la Iglesia Católica celebra la Conversión de San Agustín, hemos acudido a él para que nos ofrezca sus reflexiones sobre la importancia del mundo afectivo en el proceso de conversión del santo.

Conversión como proceso y paradigma

Benedicto XVI definió a san Agustín “uno de los más grandes convertidos de la historia de la Iglesia” (Benedicto XVI, Homilía, 22-IV-2007) y que vivió la conversión no solo como “un acontecimiento sucedido en un momento determinado, sino (como) un camino” (Benedicto XVI, Homilía, 22-IV-2007); ciertamente un camino que abarca todos los momentos de su vida y en el que san Agustín irá realizando diversos cambios para responder mejor a Dios.

Su conversión ha movido a muchas personas a acercarse a Dios. De manera sorprendente se han hecho realidad las palabras que san Agustín expresa dentro de las Confesiones, donde señala que uno de sus propósitos al escribir dicha obra era animar a los pecadores a acercarse a Dios, a dejar de lado el propio pecado para experimentar la infinita misericordia del Padre que les ama:

“Porque las confesiones de mis males pretéritos —que tú perdonaste ya y cubriste, para hacerme feliz en ti, cambiando mi alma con tu fe y tu sacramento—, cuando son leídas y oídas, excitan al corazón para que no se duerma en la desesperación y diga: «No puedo», sino que le despierte al amor de tu misericordia y a la dulzura de tu gracia, por la que es poderoso todo débil que se da cuenta por ella de su debilidad” (Confesiones 10, 4).

La conversión, impulsada por la gracia y motivada por el amor

San Agustín dentro de su obra reflexiona sobre su propio proceso de conversión y pone de manifiesto el papel primordial que juega la gracia en todo proceso de conversión. No es el hombre el que se convierte a Dios por su propia iniciativa; es Dios quien convierte y cambia el corazón del hombre proporcionándole la gracia para que pueda morir al pecado y dejar que el Espíritu Santo forje en él la imagen del hombre nuevo creado a imagen de Cristo. Por eso san Agustín, al comentar el texto de Deuteronomio 4, 23, señala que Dios es un fuego voraz, porque como fuego quema el amor de las cosas del mundo para encender a quienes se convierten a él en su amor:

“Soy fuego devorador, él que afirma en el Evangelio que ha venido a traer fuego al mundo, es decir, la palabra de Dios que es él. Él mismo expuso las Escrituras antiguas a sus discípulos después de haber resucitado, comenzando por Moisés y todos los profetas. Entonces los discípulos confesaron haber recibido ese fuego, al decir: ¿No ardía nuestro corazón en el camino, cuando nos exponía las Escrituras? Él es el fuego devorador. El amor divino consume la vida antigua y renueva al hombre de forma que Dios, en cuanto fuego devorador, hace que le amemos, y en cuanto celoso nos ama él. No temáis, pues, el fuego que es Dios; temed más bien el fuego que él ha preparado para los herejes” (Contra Adimanto 13, 3).

Se trata de un proceso presidido por la gracia, pero que para san Agustín debe tener un único fundamento y es precisamente el amor. San Agustín se percata que el corazón del hombre no puede estar sin amar. Ha sido creado por Dios en el amor y está llamado a alcanzar su propia plenitud solo en el amor. Ya en el libro tercero de las Confesiones san Agustín destaca, al retratar algunas páginas de su juventud, la necesidad básica de todo ser humano que no es otra que amar y ser amado:

“Amar y ser amado era la cosa más dulce para mí, sobre todo si podía gozar del cuerpo del amante” (Confesiones 3, 1).

Ciertamente, en el momento de su vida que queda plasmado en el libro III de las Confesiones san Agustín todavía estaba enredado en amores humanos que lo alejaban del amor de Dios. Muy pronto descubrirá que es preciso dejar el amor a las criaturas para amar al creador de todas las cosas que es Dios y poner un orden de amor en la propia vida:

“¡Qué vergüenza, amar las cosas porque son buenas y apegarse a ellas, y no amar el Bien que las hace buenas!” (La Trinidad 8, 3, 5).

La conversión, restablecimiento del “ordo amoris”

De hecho, para san Agustín la conversión sería llevar a cabo en el propio corazón un ordo amoris, un ordenamiento del amor. Así es como interpreta san Agustín el texto del Cantar de los catares 2, 4, que en la versión que san Agustín usaba decía “ordenad en mí el amor”. Se trata, por lo tanto, de ordenar el propio amor.

“Ordenad en mí el amor. No queráis cambiar el orden; no trastoquéis ni enmarañéis lo que Dios dejó ordenado. Ordenad en mí el amor. Amadme a mí como a mí, amad a Dios como a Dios; no ofendáis a Dios por causa mía ni me ofendáis a mí por causa de otro, ni a otro, sea quien sea, por causa mía. Ordenad en mí el amor” (Sermón 37, 23).

La falta de conversión lleva al ser humano a vivir un desorden del amor y a amar más lo que debe ser amado menos y a no amar más lo que debe ser amado con todo el ser, que es Dios:

“Este será el que tenga el amor ordenado de suerte que ni ame lo que no debe amarse, ni deje de amar lo que debe ser amado, ni ame más lo que se debe amar menos, ni ame con igualdad lo que exige más o menos amor, ni ame, por fin, menos o más lo que por igual debe amarse” (La doctrina cristiana 1, 27, 28).

Es importante ordenar el amor, pues san Agustín sabe que el amor transforma al amante en el amado, por eso afirma en su comentario a la primera carta de san Juan:

“Cada uno es tal cual es su amor. ¿Amas la tierra? Serás tierra. ¿Amas a Dios? ¿Diré que serás Dios? No me atrevo a decirlo como cosa mía; oigamos la Escritura: «Yo dije: Todos sois dioses e hijos del Altísimo»” (Tratados sobre la primera carta de San Juan, tratado 2,14).

La elección del amor, clave de la conversión

De hecho, todo ser humano debe elegir entre dos amores. La vida de toda persona se realiza en el amor, y para poder vivir es preciso hacer una elección. Así lo presenta san Agustín en el punto neurálgico de su obra maestra la Ciudad de Dios. Es preciso elegir entre amar a Dios, o bien amarse a sí mismo. Son dos amores que han edificado dos ciudades. El amor a Dios hasta el desprecio de sí mismo, y el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios (cf. La ciudad de Dios 14, 28).

Cuando se menciona esta última frase de san Agustín algunas personas se quedan sorprendidas de las palabras del Obispo de Hipona, que habla del “desprecio hacia uno mismo”, y piensan que san Agustín exagera o va demasiado lejos. No obstante, lo único que hace san Agustín en su texto de la Ciudad de Dios es hacerse eco de las palabras del evangelio donde Jesús nos dice que una de las condiciones para ser su discípulo es negarnos a nosotros mismos. Una vez que hemos hecho esto podemos dar los siguientes pasos que presenta el evangelio: tomar nuestra cruz y seguirlo (Mt 16, 24). Precisamente de eso es de lo que habla también san Agustín, de un desprecio de sí mismo que implica un negarnos a nosotros mismos, un morir a nosotros mismos para que el amor de Dios ocupe el primer lugar en nuestras vidas, de tal forma que el amor de Dios se convierta en el norte y lo que impulsa toda nuestra vida.

Por ello, el orden del amor es una de las condiciones para la conversión, según san Agustín. Solo cuando el ser humano ha quitado de su corazón el amor a otros ídolos o realidades que no son Dios, es cuando puede colocar ahí a Dios y vivir un proceso auténtico de conversión. Por ello san Agustín destaca, en primer lugar, la necesidad de vaciar y limpiar el propio corazón. Para que el amor a Dios pueda estar en el centro de la vida de una persona, esta tiene necesidad de vaciarse de los falsos amores que llenaban su corazón. Hace falta purificar el corazón:

“¿Quieres tener la caridad del Padre para que seas coheredero del Hijo? No ames el mundo. Excluye de ti el amor malo del mundo para que te llenes del amor de Dios. Eres un vaso, pero aún estás lleno; arroja lo que tienes para que recibas lo que no tienes” (Tratados sobre la primera carta de San Juan, tratado 2, 9).

Posteriormente necesita dejar que sea el amor de Dios el que llene su propio corazón, ya que el amor de Dios es un don y ese amor se derrama por la fuerza del Espíritu Santo (Rm 5, 5), que es el mismo amor de Dios. Y este amor de Dios forja en el interior la imagen de Cristo:

“Cristo se forma en aquel que toma la forma de Cristo, y toma la forma de Cristo quien se une a Cristo con amor espiritual” (Exposición de la carta a los Gálatas, 38).

Una vez que la persona en su proceso de conversión ha colocado a Dios en el centro, puede dar un segundo paso, que es el amor ordenado a su propia persona. San Agustín es consciente de que quien no se ama a sí mismo difícilmente podrá amar a su hermano.

“Examina primero si ya sabes amarte a ti mismo; cuando esto sea, te dejaré amar al prójimo como a ti mismo. Pero si aún no sabes amarte a ti mismo, temo que engañes a tu prójimo como te engañas a ti. De hecho, si amas la maldad, no te amas” (Sermón 128, 5).

Por ello es necesario que la persona se ame a sí misma de manera ordenada. Es decir, en Dios y por Dios. Aquí es donde san Agustín coloca la realidad fundamental de la vida de todo ser humano: el ser consciente y experimentar el amor de Dios. Por ello en el libro IV del La Trinidad, san Agustín hace un paréntesis para decir que es esencial poder convencer a los seres humanos de cuánto han sido amados por Dios. Y no solo esto, sino que sepan cuánto los ha amado Dios y cómo eran cuando los amó, para que no se llenen de soberbia. La magnitud del amor de Dios debe dejar sobrecogida a toda persona, que debe amarse a sí misma contemplando el infinito amor con el que ha sido amada por Dios. Y en segundo lugar es un amor humilde y sincero, pues puede contemplar la gratuidad del amor de Dios y la propia bajeza y pequeñez cuando fue amado por Dios.

“Ante todo, se nos debía convencer del gran amor que Dios nos tiene, para no dejarnos prender en la desesperación sin atrevemos a subir hasta él. Convenía fuera puesto en evidencia cuáles éramos cuando nos amó, a fin de no sentir el tumor de la soberbia por nuestros méritos, pues esto nos apartaría aún más de Dios y nos haría desfallecer en nuestra pretendida fortaleza” (La Trinidad 4, 1, 2).

Dos certezas en el proceso de conversión

San Agustín en su propio itinerario personal, después de haber colocado el amor de Dios en el centro, llega a las dos certezas que van a sostener toda su vida y le van a dar solidez a su proceso de conversión continua. La primera certeza es que es amado por Dios sin límites, como hemos señalado anteriormente. La segunda certeza es que él ha recibido en su corazón el amor de Dios y por ello es capaz de amar a Dios no infinitamente, pues es un ser contingente, sino ilimitadamente. Por eso dice en las Confesiones:

“No con conciencia dudosa, sino cierta, yo te amo, Señor. Heriste mi corazón con tu palabra y te amé” (Confesiones 10, 8).

No obstante, esta certeza es ratificada por la voz de la creación. Todas las creaturas por medio de las perfecciones que han recibido de Dios y sobre todo por su belleza le gritan al hombre que debe amar a Dios. Por eso dice san Agustín, haciendo eco del texto de san Pablo en la carta a los Romanos 1,20:

“Mas también el cielo y la tierra y todo cuanto en ellos se contiene he aquí que me dicen de todas partes que te ame; ni cesan de decírselo a todos, a fin de que sean inexcusables. Sin embargo, tú te compadecerás más altamente de quien te compadecieres y prestarás más tu misericordia con quien fueses misericordioso: de otro modo, el cielo y la tierra cantarían tus alabanzas a sordos” (Confesiones 10, 8).

El amor ordenado exige el amor al prójimo

Pero el ordo amoris con el que se manifiesta la propia conversión no termina en una relación bilateral de Dios con el hombre, sino que se debe extender a todas las demás personas. Por ello en el ordo amoris agustiniano el tercer círculo está formado por el amor al prójimo.

Una vez que la persona ha aprendido a amarse ordenadamente en Dios, es capaz de amar y de entregarse al prójimo, viendo en él la presencia del mismo Cristo. De hecho, para san Agustín, como aparece en todos los documentos del Nuevo Testamento, la mejor prueba de la autenticidad del amor a Dios es el amor al prójimo. Por eso san Agustín declara lapidariamente en su comentario a la primera carta de san Juan:

“Puedes decirme: no veo a Dios; pero ¿puedes decirme: ¿no veo al hombre? Ama al hermano. Si amas al hermano, que ves, al mismo tiempo verás a Dios, porque verás la misma caridad, y Dios mora dentro” (Tratados sobre la primera carta de San Juan, tratado 5, 7).

Cuando amamos al hermano hacemos realidad el amor de Dios y la conversión de la persona llega a su plenitud. Por ello san Agustín colocaría como enseña y lema de quien se ha convertido por amor la frase recogida en su comentario a la primera carta de san Juan: “ama y haz lo que quieras” (Tratados sobre la primera carta de San Juan, tratado 7, 8).

Ciertamente se trata de un amor que no es el falso amor del mundo o de un simple sentimiento o estado de ánimo, ni mucho menos de una pasión que se confunde con el verdadero amor. Se trata del amor que llevó a Cristo a dar su vida por los hombres. Cuando se ama como Cristo, se puede amar y hacer lo que se quiera, pues no se hará daño a la persona amada. Por eso señala san Agustín que solo de esta manera el amor se vuelve el motivo esencial de todas las obras del ser humano, de sus palabras y de sus silencios, de sus acciones y de lo que tiene que padecer. Pero lo esencial, como indica el mismo san Agustín, es saber si la persona tiene la raíz del amor.

Conclusión

La conversión se muestra en el cambio de raíz. Del amor de las cosas de este mundo se pasa al amor de Dios. Si se tiene la raíz del amor de Dios, solo se pueden producir buenos frutos. Si una persona dice que tiene la raíz del amor y que se ha convertido a Dios ordenando su amor según Dios, pero no tiene frutos buenos, debe revisar su raíz, pues es muy posible que su raíz no sea el amor, sino el egoísmo.

El proceso de conversión de san Agustín es ante todo un itinerario afectivo, de ordenar los amores y de amar a quien se debe amar, pues el ser humano ha sido creado para Dios y el corazón del hombre estará inquieto hasta que descanse en Dios (cf. Confesiones 1, 1).