El bautismo del Señor: El Hijo amado por el Padre, el hermano amado por el creyente.

Is 42,1-4.6-7: Mirad a mi siervo, en quien me complazco. Sal 28,1a.2.3ac-4.3b.9b-10: El Señor bendice a su pueblo con la paz. Hch 10, 34-38: Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo. Aleluya Cf. Mc 9,7: Aleluya, aleluya, aleluya. Mt 3,13-17: Se bautizó Jesús y vio que el Espíritu de Dios se posaba sobre él.

Rafael Mediavilla, OAR. Valladolid, España.

En la biografía de todo hombre que ha decidido, en un momento de su vida, vivir intensamente existen momentos que reorientan su existencia. Benedicto XVI reconocía en la vida de san Agustín varios momentos que él llama de conversión. De esos momentos el mismo Agustín da un relieve particular al día en que estaba con su amigo Alipio y escuchó una voz que le invitaba a tomar en sus manos el libro y leer. El mismo Benedicto identificará esos momentos para el creyente porque en ellos se realiza un encuentro personal. Encuentro -dirá él- con Jesucristo.

Si leemos los evangelios como una biografía de Jesús también en él hay un primer momento significativo que reorienta su vida; en él pasa del anonimato en Nazaret a la pública proclamación de un mensaje de parte de Dios.

Pero los evangelios no son una mera biografía de Jesús. Son manifestación, por excelencia, del momento de Dios. A partir del bautismo se realiza la presencia manifiesta de Jesús, el Hijo de Dios. La infancia, tanto la escrita por Mateo como la relatada por Lucas, es el antecedente a lo iniciado en el Jordán, en el encuentro de Jesús con Juan el Bautista.

El bautismo de Jesús es uno de los acontecimientos relatado por los tres evangelios sinópticos. Es un acontecimiento imprescindible. Es el inicio de la actuación de Jesús como profeta, como Mesías, es más, como Hijo de Dios. Para los oyentes del anuncio de Jesús, los testigos de su acción, es el comienzo de una experiencia de convivencia con él, de discipulado, de nueva relación con Dios o, por el contrario, el momento en que se deja pasar lo más transcendente de la propia vida.

Los cristianos que oyeron hablar a Pedro en su predicación supieron que ese fue el momento para sus apóstoles y para muchos otros discípulos y discípulas. Es el que marca el inicio de la experiencia de los que pueden formar el grupo de los Doce. La fe de aquellos primeros se sustentaba en la convivencia continuada junto a Jesús desde el bautismo de Juan hasta el día en que nos fue quitado.

¿Qué aprendieron los discípulos desde aquel día hasta el momento en que se convirtieron ellos también en maestros? ¿Qué transformación experimentan en su vida? Inicialmente es el descubrimiento de que Jesús es el amado de Dios, mejor, “el Hijo amado de Dios”. Es lo que manifiestan haber descubierto  sus discípulos, como lo expresa Pedro, en nombre de todos: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios”. La transformación se realiza cuando además de reconocerse amado de Dios se produce en el apóstol, o en el creyente, un impulso irresistible a amar a Jesucristo. De nuevo Pedro se convierte en portavoz: “Señor tú lo sabes todo, sabes que te amo”.

Para los creyentes que celebran la fiesta del Bautismo del Señor, como para los primeros cristianos que leían el evangelio, es el comienzo de una historia de relación con Jesús que culminará con el final del año litúrgico.

Escucharemos al Jesús que enseña, nos admiraremos ante el Jesús que cura, conviviremos con el Jesús que ama, nos rendiremos ante el Jesús que se entrega, desbordará nuestra alegría con el Señor que resucita.

No sólo es paradigma del año cristiano para el creyente sino paradigma de su vida. Al final de ella, si hemos vivido intensamente la relación con él, brotará de nuestro corazón hasta nuestros labios el reconocimiento de que ha despertado nuestro amor hacia él. Estos días nos han llegado las últimas palabras del papa Benedicto que expresan esa culminación de su vida de creyente, cuando, cerca ya de morir exclama: “Señor, te amo”.