La Familia Agustino-Recoleta tiene claros referentes en el carisma agustiniano sobre cómo una persona debe educarse para ser, en su mente y en su corazón, lo más contrario a cualquier abuso, acoso, violencia, discriminación, menosprecio o postergación.
Por Pablo Panedas, OAR
Profesor antes que obispo
A veces se pierde de vista que san Agustín fue profesor. Lo vemos como santo, o como un gran escritor, un pensador… Se le representa extático, arrobado en la contemplación del misterio divino, o pluma en mano atento al dictado del Espíritu.
Sin embargo, también él tuvo una vida, una vida privada, con su familia, su carrera, sus aspiraciones. Y resulta que, durante buena parte de esa vida, la profesión que figuraba en su carné de identidad tenía que ver con las aulas: durante 13 años (361-374) fue estudiante, primero en su pueblo (Tagaste), después en la ciudad próxima de Madaura y, finalmente, en la capital del África romana, Cartago.
Después, terminados los estudios, fue profesor 11 años (375-386); profesor de éxito, incluso, porque empezó a enseñar en Cartago y enseguida dio el salto a la ciudad de Roma para pasar luego a la que entonces era capital del Imperio, Milán.
No es que se trate de cosas contradictorias, como si Agustín se hubiera desdoblado en dos personalidades distintas e irreconciliables: profesor y luego obispo, filósofo y teólogo, persona particular o personaje público. Se trata más bien de dos etapas entre las que hay continuidad. Con su conversión, su vida da un quiebro, sí, cambia de plano, pero siempre manteniendo la misma tensión que le impulsa a buscar la verdad.
En principio, él era un enamorado del estudio y un vocacional de la enseñanza, que vivió con pasión el oficio de ilustrar las mentes de los alumnos. Estaba convencido de que así contribuía a moldear la personalidad de los jóvenes, que se templaba al calor de la verdad.
Ese era el camino de la felicidad, según él. Si luego, al llegar a los 33 años, deja todo y se hace monje no es por haberse cansado del trabajo, desengañado de su vocación pedagógica, sino porque, en la experiencia cristiana, se le abre un horizonte más amplio y luminoso de búsqueda y saboreo de la verdad.
Como bautizado y monje a partir del año 387, y después como sacerdote y obispo de Hipona continuará a otro nivel la misma vocación de explorador y guía por los territorios de la verdad. Y el bagaje y la metodología que poseía de su etapa anterior le serán muy valiosos cundo le toque liderar la comunidad monástica o la diocesana. Como le servirán también las experiencias negativas, las zonas de sombra, que él deberá iluminar para transformarlas en terreno fértil donde reconocer la acción de Dios.
Sombras en la escuela
Fueron varias las turbulencias que él experimentó en su paso por las aulas: unas procedían del sistema, mientras que otras eran causadas por factores externos y por los propios alumnos. Según él mismo confiesa, Agustín no era de niño un empollón ni fue estudiante aplicado nunca. Sí era brillante, y tenía una memoria excepcional que lucía en las materias que le gustaban. Pero, en conjunto, estudiaba por obligación, según él mismo escribe:
“A mí me costaba estudiar y solo aprendía las materias porque me obligaban mis maestros y mis padres” (Conf. I 12, 19).
Y le obligaban, incluso, a fuerza de azotes, según el sistema entonces en vigor. Eso para Agustín era una fuente de angustia, que se multiplicaba cuando buscaba refugio en sus padres y no encontraba en ellos consuelo; antes, al contrario, sus padres eran los primeros en reírse de él.
La única válvula de escape que encontraba era encomendarse a Dios con toda su alma; así lo describe él mismo de nuevo, hablándole a Dios en su libro de las Confesiones:
“Te suplicaba con fervor que no me azotasen en la escuela”.
De esta forma, a fuerza de rezar no se le gangrenó la herida y pudo evitar el trauma psicológico; antes, al contrario, lo que podía haberle marcado negativamente adquirió para él valencia positiva:
“Ahora sé que con ello me hacían un gran bien”.
No será esa la única violencia que Agustín tendrá que experimentar en el ámbito académico. Ni las tendrá solo en su etapa de estudiante. También será víctima de ella siendo profesor. Primero, en Cartago, la capital de África, donde la práctica del bullying y aun de los escraches estaba a la orden del día, según él explica:
“Con toda insolencia los estudiantes entraban por la fuerza en las aulas de otros profesores y trastornaban el orden establecido para provecho de los alumnos” (Conf. V 8, 14).
El joven profesor Agustín llegará a hartarse de ello, hasta el punto de abandonar la provincia y buscar acomodo en Roma. Allí encontró, sí, mejor organización y más orden, pero también mayor desfachatez, porque al final del curso, a la hora de pagar el costo de las clases, los estudiantes no comparecían.
No había violencia física, ciertamente, pero la táctica no dejaba de suponer una presión injusta que impedía la relación fluida profesor-alumno y el ambiente cálido y distendido que hace posible la enseñanza.
Los pilares
No cabe duda de que todas estas experiencias negativas en las aulas capacitaron a Agustín para individuar y resaltar los valores sobre los que se asienta todo el edificio de la transmisión de conocimientos, sean estos sagrados o profanos, se transmitan en clase o en la iglesia, a niños o a mayores.
Son valores que crean el único ambiente que posibilita la germinación y el crecimiento de la verdad en el espíritu de las personas. Los pilares que tienen en pie el templo del saber y sostienen el armazón interno que da consistencia a la personalidad.
Interioridad
El primero y principal de estos valores es la interioridad, un proceso por el cual la persona penetra en su habitación interior, la recorre, limpia, ordena, se acomoda en ella y desde allí contempla la realidad de fuera y la transforma. Un proceso, por lo demás, sostenido en el tiempo, que exige un ambiente estable y crea hábitos de comportamiento.
Agustín lo expresa con fórmulas lapidarias que han quedado para la historia:
Noli foras ire; intra in teipsum “No te desparrames fuera; entra dentro de ti mismo, que la verdad habita en el hombre interior” (De vera rel. 39, 72).
“Da protagonismo al silencio. Vuélcate en tu interior. Huye del estrépito. Vuelve la vista a tu interior, donde no debe haber barullos ni altercados, donde vives tranquilo en el retiro de tu conciencia” (S 52, 22).
La interioridad es la clave de la realización humana y, en definitiva, de la felicidad. Y toda pedagogía, estructura escolar, sistema de enseñanza o condiciones ambientales serán correctos en la medida en que favorezcan ese proceso.
Cualquier presión desmedida, por tanto, o cualquier turbulencia serán contraproducentes. Vengan de donde fuere: profesores, compañeros, ambiente social, la propia familia; y sea del tipo que sea: físico, psicológico, sexual…
Libertad
Éste es otro de los grandes valores que inculca san Agustín. Él lo aprendió en propia carne desde la infancia y en la escuela. Cuando le obligaban a estudiar utilizando incluso la violencia física, le quitaban la libertad, algo que él tanto apreciaba, como la apreciamos nosotros hoy.
Después, a medida que sufre los embates de la vida, se dará cuenta de que la libertad es algo mucho más profundo, que no consiste solo en sacudirse todo condicionante externo. Lo principal es liberarse de las ligaduras que nos sujetan desde dentro: pasiones, adicciones, vicios… Lo que él llama “cadenas de las malas codicias y ataduras de los pecados” (En. Sal. 101, 2, 3). Esa es su experiencia fundamental, la que le cambia la vida, la que luego defenderá ante todos y analizará admirablemente.
En esta rica gama y en esta densidad de valores quiere formar la escuela agustiniana: tanto alumnos como profesores pretenden sintonizar con los valores morales más elevados de la belleza, la verdad, la justicia…, aprender a descubrirlos y orientar la vida entera en su búsqueda y obtención.
Amistad
Las edades tempranas de infancia y juventud cimientan la vida y construyen la personalidad. Y en ellas germinan las mejores amistades, que en buena parte se entretejen en el ambiente escolar. Eso también lo vivió Agustín, que lo comenta muchas veces con expresiones que se han hecho clásicas. Hay, sobre todo, en su autobiografía, un pasaje que resume a la perfección los sentimientos que vivía en su círculo de amistades:
“Había un montón de detalles por parte de mis amigos que me hacía más cautivadora su compañía: charlar y reír juntos, prestarnos atenciones unos a otros, leer juntos libros entretenidos, bromear unos con otros sin faltar nunca a la estima y respeto mutuos, discutir a veces, pero sin acritud, como cuando uno discute consigo mismo.
Esta misma diferencia de pareceres que, por lo demás, era un fenómeno muy aislado, era la salsa con que aderezábamos muchos acuerdos. Instruirnos mutuamente en algún tema, echar de menos a los ausentes, acogerlos con alegría a su vuelta: estos gestos y otras actitudes por el estilo que proceden del corazón de los que se aprecian y se ven correspondidos, y que hallan su expresión en la boca, lengua, ojos y otros mil ademanes de extrema simpatía, eran a modo de incentivos que iban fundiendo nuestras almas haciendo de muchas una sola” (Conf IV 8, 13).
Agustín describe lo que fue su vida, quizá idealizándola un poco. Y claramente se desmarca de la simple camaradería o pertenencia a un grupo manipulado por un líder. Bandas de ese estilo había entonces, como las hay ahora. Es en buena parte labor de la escuela forjar personas autónomas y sensibles a los valores de la auténtica amistad.
Amor
Es otra de las frases lapidarias que Agustín ha legado a la posteridad: Amor meus, pondus meum, “Mi amor es mi peso”. Cualquier pensamiento, deseo, acción concreta o actitud permanente, así como la opción fundamental que sustenta todo ello, se debe a un amor. Y uno vale según los quilates de amor que tiene y la dirección que ese amor toma, hacia el bien o hacia el mal, al vicio o a la virtud, al propio interés o al del prójimo.
En la perspectiva agustiniana, el amor auténtico no es egoísta, no es el amor propio. Al contrario, es centrífugo, sale hacia afuera: tiene por objeto a Dios y al prójimo. Entra en su ámbito todo lo que es sensibilidad social, voluntariado, cuidado del débil, atención a pobres y necesitados, del tipo que sea…
Todo ello es muy propio del cristiano y queda plasmado en el ideario agustiniano, que evitará cuanto suene a violencia, discriminación, menosprecio o postergación.
Sentido comunitario
Un hombre como san Agustín, que vivió tan intensamente el amor y la amistad, debía dar por fuerza gran importancia teórica y práctica a la dimensión comunitaria de la persona, en la que tan intensamente incide la doctrina del amor cristiano.
El espíritu comunitario agustiniano tiene su fuente en el amor. Y este amor crea una actitud de vida en la que se “anteponen las cosas comunes a las propias, no las propias a las comunes”, como dice el santo en la Regla que escribe para sus monjes.
Eso no es exclusivo de la comunidad religiosa. Para Agustín existe también una comunidad humana que exige una justicia social, así como solidaridad con el necesitado y en todo aquello que pueda favorecer la convivencia.
Por tanto se supone que una pedagogía agustiniana o unos centros que merezcan apellidarse así, han de velar porque esos criterios se lleven a la práctica.