«La atmósfera autosuficiente que respiramos hace que hayan perdido importancia o considerado trasnochadas las normas de cortesía como saludar, ceder el paso ante una puerta, y agradecer. Es cierto que el “gracias” está tan manoseado que ha perdido toda su profundidad, la de caer en la cuenta de que alguien ha hecho algo por ti a cambio de nada, gratis».
Por fray Roberto Sayalero, OAR.
Mientras ponemos cada vez más ladrillos en el edificio de nuestra autosuficiencia, nos damos cuenta de que solos no sabemos, ni podemos, ni, en el fondo, queremos vivir. ¿Solos? Para depende de qué, sí; pero para otras cosas, ¡qué bien todos juntos! Ese es otro de los rasgos característicos de nuestros días al que es muy difícil no sumarse porque respiramos cada día el aire del “tú no tienes que dar explicaciones a nadie”, a la vez que recibimos mil y una llamadas a formar parte en el innumerable abanico de redes, comunidades y foros basados en el compartir y dejar a un lado las tendencias que nos invitan a ser “solos”. Toda una contradicción, la verdad.
En esta misma encrucijada, y salvando muchas diferencias, podíamos situar el centro del relato del evangelio de este domingo. Los leprosos estaban condenados a vivir apartados y mal vivían de la limosna. El rizo se riza todavía más con la presencia de un samaritano. Puede que el compartir la desgracia y la exclusión haya hecho que su rivalidad irreconciliable pase a un segundo plano. En Jesús buscan, quizá, a la desesperada la salud que les permita abandonar la marginación en la que viven. Él accede a su petición, pero deben ir a presentarse a los sacerdotes para que certifiquen si realmente están o no curados y dejen de estar apartados de la sociedad. Al verse limpios, solo uno, el samaritano, puso la vida por encima de la ley y volvió a dar las gracias. Los nueve restantes, los judíos, fueron incapaces de librarse del yugo de la ley.
El fundamento de la religión judía era el cumplimiento de la ley, que garantizaba que Dios cumpliría su promesa de salvación. En cambio, para nosotros, los seguidores de Jesús, lo fundamental era el don gratuito e incondicional de Dios al que se respondía con el agradecimiento y la alabanza.
Cuando se pone la ley por encima de la normalidad, cuando el cumplimiento lleva la voz cantante, aplasta cualquier atisbo de sentido común. Nuestra relación con Dios no puede perder esto de vista. No podemos regirnos por el cumplimiento como si viviésemos coaccionados y observados en todo momento. La ley no nos puede acogotar ni adocenar. Sabemos de nuestras limitaciones, intentamos superarlas y desde ahí tenemos que orientar nuestra vida espiritual.
La atmósfera autosuficiente que respiramos hace que hayan perdido importancia o considerado trasnochadas las normas de cortesía como saludar, ceder el paso ante una puerta, y agradecer. Es cierto que el “gracias” está tan manoseado que ha perdido toda su profundidad, la de caer en la cuenta de que alguien ha hecho algo por ti a cambio de nada, gratis. ¿Cuánto hace que no damos las gracias como es debido, mirando a los ojos para que ellos se encarguen también de dejar constancia de nuestra sinceridad?
En el seguimiento de Jesús es fundamental agradecer a Dios todo lo bueno que hay en nuestras vidas. Pero, ¿puede haber algún caso en que realmente no haya nada que agradecer? Incluso cuando las cosas se tuercen podemos encontrar algún motivo, algún detalle para sentirnos agradecidos, aunque sea complicado, y no quiero decir que tengamos que dar gracias por nuestros problemas porque sería negar de raíz la bondad de Dios, pese a nuestra libertad y nuestra finitud. Pero, aunque muchas veces se nos olvida, Dios nos ha sacado de nuestra pequeñez, ha abierto nuestros horizontes. Por eso no debemos dejar de darle gracias.
Desempolvemos el verbo “agradecer” y tengamos cada día más claro que Dios nos quiere por lo que somos no por lo que aparentamos a fuerza de cumplir leyes que ni entendemos ni vivimos.