Joven, de rasgos orientales, con hábito de terciaria, palma de mártir y bolso lleno de libros en la otra mano: así suele representarse a santa Magdalena de Nagasaki.
Este último detalle, el de los libros, no deja de sorprender. Es un atributo que de ordinario se reserva a los que, de una u otra forma –de palabra o por escrito–, transmiten la fe o un modo concreto de vivirla: apóstoles, doctores, escritores, fundadores… Pero Magdalena no es nada de eso.
Joven lectora
Su caso es muy particular. Uno de sus biógrafos, el cronista dominico Diego de Aduarte, menciona unos “libritos” de devoción que tenía la mártir, porque –explica– “sabía leer y escribir nuestras letras”. Esto, en sí, ya era entonces un hecho notable, que nos orienta sobre la extracción social de Magdalena. De las ocho mujeres japonesas que declaran en su Proceso, en 1638, tan solo una sabía firmar. Todas las demás no pueden hacerlo, ya que no saben escribir –dicen– “por ser mujer”.
La que firma, una tal Regina Pereira, dice pertenecer a una familia de relieve en “la casa del Rey de Japón”. También lo fue, seguramente, Magdalena, de cuyo padre escribe el agustino recoleto Vicente de San Antonio que “tuvo… mucha renta en Arima”. Éste era un reino próximo a Nagasaki donde los jesuitas habían creado su principal foco cultural y cuyos nobles habían sufrido una cruel persecución.
Claro que también puede ser que las declarantes en el proceso de Magdalena sean sólo analfabetas en las lenguas occidentales, y sí supieran leer y escribir japonés.
Lo cierto es que nuestra Santa –es lo que destaca el cronista dominico– sabía “leer y escribir nuestras letras”. Dado que Aduarte escribe en español, habría que suponer que él está hablando de la lengua de Castilla. Aunque seguramente quiere destacar que su heroína no sólo dominaba los caracteres japoneses; y da por supuesto que la lengua occidental que la Santa leía y escribía era la difundida en aquella ciudad y su área de influencia, o sea el portugués.
Porque la Nagasaki de estos tiempos mantiene un flujo continuo con la ciudad de Macao –en China–, hasta el punto de ser el primer eslabón de la cadena comercial que termina en Lisboa. En toda esa ruta, la lengua franca es el portugués. Y son muchos los japoneses que la hablan; igual que hay muchos portugueses que, por exigencias del comercio o por residencia prolongada en Japón, entienden y hablan japonés.
Avala nuestra teoría la declaración en el Proceso de uno de los testigos más atendibles en este punto, por tratarse de un traductor oficial, un coreano de nombre Antonio Nerette. Aunque en este momento reside en Macao dedicado al comercio, al haber sido expulsado con los demás cristianos, Nerette ha sido durante muchos años “intérprete de la lengua japonesa para los portugueses en el Gobierno de Nagasaki, Reino de Japón”.
En calidad de tal lo llamarán para supervisar los libros que llevaba consigo Magdalena en el momento de entregarse. Son, pues, libros en lengua portuguesa, cuya posesión, de por sí, merecía la condena a muerte, pues era algo prohibido desde 1630.
Los libros sospechosos
Pues bien, Nerette declara bajo juramento que:
“le cogieron los dichos gobernadores un libro espiritual hecho por el padre fray Luís de Granada, y un calendario para saber los días santos y de guardar; que el testigo fue llamado por dichos gobernadores para que viese los dichos libros, si era cosa que perjudicaba su gobierno. Y el testigo les declaró qué libros eran.
La aportación nos parece sumamente valiosa. Concreta el tipo de lecturas que hacía la Santa: unas de índole individual y devoto; otras, de tipo más bien comunitario y litúrgico. De ambas seguramente se servía la Santa, usándolas también en su ministerio como dojuku o catequista, que le exigía organizar y animar las celebraciones, en sintonía con la Iglesia.
Nerette no especifica cuál de las muchas obras del Maestro Granada llevaba consigo Magdalena. Pero el mero dato genérico nos orienta sobre el tipo de espiritualidad que Magdalena vive y fomenta. Fray Luis de Granada, nacido en España en 1504 pero residente en Portugal desde 1551 hasta su muerte (1588), por los años 1620-1630 está en su momento de máxima valoración, también en los territorios portugueses. Su visión espiritual, que a muchos llegó a escandalizar entonces, parte de la llamada universal a la santidad y a la oración. Una oración que nada tiene de formalista; al contrario, consiste en ejercitar los afectos en contacto con Jesucristo, cuyos misterios se meditan y reviven espiritualmente.
Se trata, pues, de una espiritualidad cálida y vivencial, que ha hecho brotar en la Iglesia las reformas y es el hábitat natural de los mártires. En la sociedad feudal del Japón, donde las clases bajas carecían de derechos, era algo revolucionario y subversivo. En nuestro tiempo, es un reclamo a la ilusión juvenil de quien se apasiona por ideales absolutos que lo llevan a entregar del todo la vida, poniéndola al servicio hasta el martirio.