Casa San Agustín de atención a migrantes. Chihuahua, México.

L’Osservatore Romano publicó el miércoles 6 de julio este reportaje, principal reclamo de su portada del día, sobre este proyecto al que también apoyan los Agustinos Recoletos en Chihuahua, en unos salones de sus parroquias. Firmado por Nicola Nicoletti, publicamos íntegramente este artículo.

El aroma de las tortillas de maíz calientes envueltas en un paño para evitar que se endurezcan y una jarra de agua de Jamaica, una bebida con sabor a flores silvestres que calma la sed, es la bienvenida que recibe el migrante al llegar a la Casa San Agustín.

La luz cegadora y el calor seco acompañan a los migrantes que llaman a esta puerta sabiendo que encontrarán hospitalidad. Estamos en el norte de México, en el Estado de Chihuahua, conocido no solo por la famosa raza de perros pequeños e hiperactivos, sino también por estar en el camino para llegar a los Estados Unidos.

“¡Hola! Vamos bien, pero necesitamos ampliar los dormitorios en el área destinada a las familias”. Linda Flores, la administradora de la Casa San Agustín que recibe a sus invitados con una sonrisa y buena comida, está trajinando junto a un fregadero y una nevera. En un país tradicionalmente machista, donde casi siempre mandan los hombres, encontrar a una mujer, aunque sea joven, a cargo de quienes buscan refugio tras días de caminata, es una sorpresa.

Linda trabaja en la Pastoral Social Diocesana de Movilidad Humana, una misión de ayuda para quienes, después de un viaje de semanas o meses, llegan cansados en busca de las fronteras de Estados Unidos.

Estamos en un territorio inmenso, gigantesco. El Estado de Chihuahua cubre 247.455 km², casi la mitad de Italia, desiertos poblados por coyotes y bandas de narcotraficantes presentes por los mismos caminos usados durante años por los migrantes para llegar a la frontera.

Aquí la Iglesia mexicana ha abierto un lugar para los más pequeños. La Cantina de San Miguel no era suficiente para los que habían viajado día y noche, por lo que el arzobispo de Chihuahua, Costancio Miranda Weckmann, consideró que había que hacer más.

“La Casa del Migrante nació en 2019 como un proyecto de la Archidiócesis de Chihuahua. Me preguntaron si quería encargarme de la coordinación, y acepté”, explica Linda, mientras rellena la lista de la compra con una voluntaria muy joven.

“Llegan familias y menores no acompañados, personas solas y en grupo, siempre en número creciente. Quieren llegar a Estados Unidos y aquí se les ofrece la oportunidad de parar y descansar”. Quienes llegan a Chihuahua están al final del camino y tienen muchas oportunidades para cruzar a través de las fronteras en El Paso, Ojinaga o Ciudad Juárez.

“En la Casa San Agustín ofrecemos lo que necesitan: una ducha, una comida, una palabra de consuelo”, dicen los voluntarios. Los zapatos desgastados, blancos por el polvo del desierto, son el primer signo de un viaje agotador que une a los indocumentados que escapan de la miseria y la violencia.

También aquí encontramos expertos en Migraciones y Derechos humanos, seminaristas, jesuitas y discípulos del Buen Pastor. El padre Marco Estrada se ocupa de la asistencia espiritual. Jóvenes voluntarios como Lupe, que ayuda aquí desde que tenía 15 años, se acerca a los que llegan en busca de una cama y una ducha. Algunos se detienen un tiempo a trabajar en las granjas para conseguir recursos que les faciliten seguir el camino.

“Alimentamos de 60 a 80 personas cada día —explica Linda— y contamos con un bazar de ropa usada para quienes necesitan un pantalón, zapatos o una camisa”. Desde hace poco algunos médicos, de forma gratuita, pasan consulta: “Gracias al dispensario podemos curar las heridas de los que llegan, muchos tienen mal los pies; los niños, debido al fuerte sol, están deshidratados y agotados; y no faltan los que, tras beber agua sin depurar, tienen fiebre alta o incluso hepatitis”.

La escasez de lluvias y la necesidad de beber en este ambiente de calor seco hace que usen aguas no seguras. Curiosamente, este año la lluvia ha inundado las carreteras polvorientas durante dos días, aunque en julio, de media, la temperatura alcanza los 44 grados.

El Salvador, Honduras y Guatemala son los países principales desde donde nace la caravana migrante, ese vía crucis en busca de una vida segura lejos de la violencia.

Se les han sumado principalmente haitianos y venezolanos: “Antes no cruzaban por aquí, pero desde el terremoto de Haití y con la inestabilidad social y económica de Venezuela ha aumentado mucho su número —aclara Linda—. Incluso algunos de nuestros hermanos llegan de África, de Guinea”. Y hasta han aparecido personas procedentes de Europa, de Rumanía. “Es la aldea global, como enseña el Papa Francisco. Nosotros somos una sola familia y damos la bienvenida a cualquiera que llame a la puerta”.

Dos jesuitas de Chihuahua, Javier Campos Morales y Joaquín César Mora Salazar, fueron asesinados el 20 de junio en su parroquia de Cerocahui, en la Sierra Tarahumara, aquí en Chihuahua, por acoger a una persona que buscaba refugio. Este es el contexto en el que vive la Casa San Agustín.

“Estamos en una zona difícil para las mujeres: los feminicidios y la violencia intrafamiliar están en los niveles más altos”, explica la mujer, narrando un dramático registro, el triste registro del maltrato femenino.

Ya sean retornados, migrantes internos o transeúntes hacia el Norte, acuden a lavarse y comer algo caliente al menos 150 personas, que completan el total del espacio que tiene el comedor. Además hay 80 camas para quienes se quedan aunque sea una noche.

La estación no está lejos y muchos de los que llegan a la Casa San Agustín vienen de ella, pues el tren es uno de los medios más usados por quienes emigran. Cada uno tiene su propia historia. Los más vulnerables, que muy a menudo han sufrido abusos, son menores de edad, mujeres y personas de la comunidad LGBT.

La Casa San Agustín les ofrece protección y espacios propios, sin excluir a nadie. La hospitalidad es el punto de partida, explica Linda: “Siguiendo la invitación de la Archidiócesis, hemos abierto momentos de reflexión y encuentros para todos, sin fijarnos en su aspecto o su orientación, como Iglesia siempre abierta a acoger a quienes llaman a nuestra puerta”. Este verano tienen un lema en la Casa San Agustín: “Una Iglesia que es para todos”.

Hay un perro herido y aquí, en el desierto mexicano, se atiende incluso a los animales. No falta la alegría, la comida, la música y el canto. Los mexicanos son maestros sin igual, la música es un buen remedio para la tristeza. Hay tanta pobreza como solidaridad, a veces inesperada, procedente de la gente común.

El Proyecto Casa San Agustín se extiende a miembros de otras religiones, contagiando a la población. “Dignidad y familia son las palabras clave”, explica la gerente. El amor al prójimo ha unido distintas voluntades, así como el deseo de ayudar, incluso el de ser mejores personas.

Llega la noche y hay quienes dormirán en el interior, tal vez escuchando una canción apasionada, conmovedora, soñando con un futuro más allá de la frontera.