b) El otoño del XVIII

Sólo que de nuevo, como siempre, comenzó la decadencia. No sólo en la Recolección agustiniana. Fue general. El universo civil y el eclesiástico, filosofía y teología, religiosos y laicos… entran en crisis: la crisis de un mundo que va siendo cuestionado y llegará a tambalearse, la crisis que se da cuando se está alumbrando un nuevo período histórico, una nueva sociedad.

Los claustros, que albergaban espíritus ardientemente cristianos, son, a partir de ahora, escenarios donde se arrastra una vida observante, pero rutinaria. Se echa en falta el vigor interior que dé sentido y contenido a la vida conventual. Ya no se encuentran tan fácilmente los místicos y los santos del período anterior.

Y lo que se pierde en ansias de Dios se rellena con aspiraciones mundanas. Vuelve la sed de títulos y prebendas como vía de escape del rigor monástico; se reivindica con fuerza lo propio frente a lo comunitario, los derechos adquiridos por ciencia, concesión o antigüedad; surgen los regionalismos y se pierden de vista los horizontes amplios del espíritu.

Es cierto que no todo es negativo: no todo se reduce a la rutina, al ansia de privilegios y a la vida relajada. El campo misional aumenta durante el siglo XVIII y la cosecha es rica en todos los órdenes, en el espiritual, en el social y en el cultural. Y tampoco faltaron, ni mucho menos, frailes que se entregaron al ministerio sacerdotal desde los conventos y alimentaron con dedicación la piedad popular con cofradías, misiones en pueblos y ciudades… Pero en conjunto la tensión arterial de la Orden había bajado, su pulso era más débil. Y su anemia espiritual la exponía a graves peligros, caso de que las circunstancias ambientales no fueran muy favorables o la obligaran por fuerza a reaccionar.