Agustín de Hipona es nuestro fundador y el padre de una extensa Familia Religiosa que sigue su Regla, sus enseñanzas y su forma de vida. En estas páginas nos acercamos a su biografía, su sensibilidad, su forma de vida y sus propuestas a hombres y mujeres de todos los tiempos.
La conversión de san Agustín fue, en cierta manera, una conversión a la vida religiosa. Un par de años antes de la escena del huerto de Milán, siempre que dicha escena sea histórica, Agustín era ya creyente. Creía en Dios, en su espiritualidad; en Cristo, camino, verdad y vida. Creía “en la espiritualidad del alma y en su condición de imagen de Dios y en la autoridad de la Iglesia, como representante de la verdadera religión” (1). No era, pues, la duda intelectual la que atenazaba su alma; y ni siquiera la exigente moral de los cristianos. Catorce años de fidelidad a una mujer constituían una buena garantía de que no habría encontrado excesivamente difícil una honesta vida conyugal. Además, Agustín había dado ya algunos pasos por el camino de la generosidad. Ahora combatía en otro frente, que bien podemos llamar ascético.
En la primavera del 386 Agustín tenía 31 años, era un prestigioso profesor de retórica en la escuela imperial de Milán y estaba a las puertas de la riqueza y de la gloria. Pero no era un hombre feliz. Los filósofos neoplatónicos le habían mostrado los límites de las esperanzas terrenas y la biblia había encendido en su alma el amor a la castidad perfecta. Pero la tiranía de la costumbre encadenaba su voluntad y le impedía abrazar la continencia y correr al encuentro de la sabiduría. En esa situación recibió la visita de Ponticiano, coterráneo suyo y “cristiano de largas y frecuentes oraciones”. Ponticiano le contó la vida de san Antonio Abad, del que Agustín nada sabía, y le habló de las falanges de monjes que poblaban los desiertos de Egipto. En Tréveris mismo unos cortesanos acababan de dejar a sus novias para consagrarse a Dios en la vida monástica. La narración se clavó en su alma, desencadenando en ella una tempestad que sacudió su cobardía, le despegó de la carne y le condujo a la victoria final. “¿Qué es lo que nos pasa, qué es lo que has oído? ¡Se levantan los ignorantes y arrebatan el cielo; y nosotros, con todo nuestro saber, faltos de corazón, nos revolcamos en la carne y en la sangre! ¿Acaso porque nos preceden nos da vergüenza el seguirlos y no nos ruboriza el quedarnos atrás?” (Confviii,19). El combate no había concluido, pero el sentido de su desenlace estaba ya decidido. La voz infantil, que le trajo el recuerdo de Antonio, y las palabras del Apóstol (Rm 13, 13-14) rasgaron las últimas ataduras de la carne y le depositaron en brazos de la continencia.
En adelante Agustín no sería nunca un cristiano ordinario. La lucha le había renovado y salió de ella “sin deseo de mujer ni esperanza alguna en este siglo” (Confviii, 12, 30). A las riquezas había renunciado hacía ya 13 años. Del combate salió convertido en asceta, en filósofo cristiano y quizá, aunque de modo inconsciente, en monje: el monacato le había mostrado el modo concreto de realizar sus antiguos deseos de consagrarse a la sabiduría en compañía de un grupo de amigos.
Desde este momento hasta su muerte Agustín vivió siempre en contacto más o menos consciente e intenso con el monacato. A pesar de ello el mundo de la cultura margina de ordinario este aspecto esencial de su personalidad. Siguiendo las huellas de Erasmo, se resiste a encasillarlo entre los monjes y prefiere concentrar su atención sobre su figura de obispo, sabio o polemista. La postura puede parecer razonable, pero olvida que Agustín fue monje por propia elección, mientras que a sacerdote, obispo y polemista sólo llegó arrastrado por las circunstancias. Su amor a la vida religiosa fue tan profundo que nunca quiso renunciar a ella. Agudizó su mente en la búsqueda de modos de conciliarla con sus deberes pastorales y le convirtió en uno de sus más grandes impulsores e innovadores. Con su vida, escritos y discípulos contribuyó a liberar al monacato antiguo de la supervaloración, pelagiana ante litteram, del ascetismo y de no pocas de sus extravagancias, lo acercó a la mentalidad occidental y le abrió horizontes impensados. Nadie como él ha contribuido a liberarla de los peligros del ensimismamiento y a franquearle las puertas del sacerdocio, de la cura pastoral, de las misiones y de la cultura (2).
(1) Bibliografía:
— Los cuatro primeros apartados se basan en los escritos monásticos de san Agustín y en las investigaciones de T. van Bavel (1959), A. Manrique (1959, 1964), J. Gavigan (1962), Luc Verheijen (1967, 1980 y 1988) y A. Zumkeller (1968). También he usado las biografías de Brown (1967) y Mandouze (1968) y otros estudios de Monçeaux (1931), Folliet (1961), Sanchis (1958, 1962), R. Lorenz (1966), Cilleruelo (1966), Trapé (1971), Lawless (1987) y otros autores.
— Último apartado: Dickinson (1950), Dereine (1953), Vilanova (1959, 1983), Siegwart (1962, 1965), los diversos estudios del volumen misceláneo La Vita comune (1962), Fonseca (1970), De Vogüé (1972, 1983), Villegas (1974), Villegas-De Vogüé (1976), De Seilhac (1974), Mundó (1982), Linage Conde (1982), Grégoire (1982), Milis (1979, 1980), Martínez Cuesta (1987) y Chatillon (1992).
— Victorino Capánaga, Agustín de Hipona, maestro de la conversión cristiana, Madrid (bac maior 9) 1974, 43.
(2) Basil Steidle, Die Regel Hl. Benedikts, Beuron 1952, 20-21.
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