Agustín de Hipona es nuestro fundador y el padre de una extensa Familia Religiosa que sigue su Regla, sus enseñanzas y su forma de vida. En estas páginas nos acercamos a su biografía, su sensibilidad, su forma de vida y sus propuestas a hombres y mujeres de todos los tiempos.

Sí, comenzaron su andadura, que no era fácil. No bastan sólo los buenos deseos. Cuando personas que han vivido independientes se juntan para formar un solo cuerpo, han de sufrir mucho. Son piedras que deben pulirse rozando unas con otras. Claro que quienes lo intentan en la vida religiosa cuentan con la ayuda de Dios. O, mejor, Dios mismo se encarga de modelarlos según Él quiere. Y este nuevo batallón de hijos míos fue, poco a poco, cohesionándose y aunando fuerzas.

Se fijaron tres metas fundamentales: formar comunidad, vivir en pobreza y dedicarse al apostolado. Era lo que la Iglesia les pedía para estar a la altura de los tiempos. Y fueron formando un grupo compacto: personas que se amaban como los primeros cristianos, personas que no tenían nada propio, sino que se preocupaban sólo del bien común. Era la lección que yo les enseñaba y que ellos se esforzaban por aprender. De no ser así, no habrían podido ser testimonio en una sociedad urbana, donde la burguesía y el comercio estaban naciendo pujantes. Y pusieron el estudio como fundamento de la Orden: eran hijos de un Doctor de la Iglesia y debían buscar a Dios a través de la sabiduría, cultivando las ciencias humanas y la teología.

¡Qué buen plantel de teólogos y sabios nació enseguida! Sabían buscar el riego de sus esfuerzos en la oración. Y fueron conquistando el mundo: a los cuarenta años de su nacimiento, ya eran tres mil hermanos en trescientos conventos. Cubrieron toda Europa, la llenaron de hogares de cultura y santidad. Los santos, ¡cómo florecieron!: Nicolás de Tolentino, Clara de Montefalco, Rita de Casia… Yo vivía en ellos y completaba mi obra de servicio a la Iglesia. Y entre todos conseguíamos que el mundo fuera cambiando y las personas fueran mejores.

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