Agustín de Hipona es nuestro fundador y el padre de una extensa Familia Religiosa que sigue su Regla, sus enseñanzas y su forma de vida. En estas páginas nos acercamos a su biografía, su sensibilidad, su forma de vida y sus propuestas a hombres y mujeres de todos los tiempos.
A los pocos años me hicieron obispo de Hipona. Y como en mi monasterio había muchos monjes bien preparados y observantes, otras diócesis empezaron a pedirlos para obispos. En poco tiempo, unas diez ciudades de África estaban regidas por hermanos míos, y con ellos se fue extendiendo nuestro ideal: fueron apareciendo nuevos monasterios.
El trabajo de obispo era entonces especialmente duro. En aquel tiempo, además de ser pastor, uno tenía que hacer de juez y mediador entre la gente. Y no faltaban herejías que combatir, en defensa de los fieles menos ilustrados. Alguna era incluso violenta y físicamente peligrosa. El llamado «donatismo», por ejemplo, estaba formado por gente fanática que no dudaba en cometer cualquier crimen para salirse con la suya. A algunos sacerdotes los mutilaron y hasta llegaron a asesinarlos. Yo mismo estuve a punto de sufrir un atentado en una de mis visitas a los pueblos de la diócesis; me libré gracias al cochero, que se equivocó de camino. Otras herejías eran para mí especialmente dolorosas, como el «pelagianismo», que negaba lo que yo había experimentado en mi propia carne: que Cristo es nuestro salvador.
En fin, toda esta actividad me exigió escribir y hablar mucho. Pasan de cien los libros que publiqué, mandé más de un millar de cartas y prediqué varios miles de sermones. ¿Que cómo encontré fuerzas para todo esto? Muy sencillo: Dios lo que nos pide nos lo concede de antemano.
Claro que también he de dar gracias a mis hermanos los monjes. Al ser hecho obispo, me cambié de casa, y en la nueva fundé otro monasterio: allí vivían conmigo los que eran sacerdotes. Su compañía, trabajo e ilusión eran para mí una fuente de energías.
Pero nadie pudo impedir que todos estos trabajos fueran consumiendo mi vida.
Para colmo, el panorama político se complicaba cada vez más. El Imperio Romano estaba agonizando. Las tropas bárbaras nos invadieron desde España y devastaron todo el norte de África. Llegaron a Hipona y le pusieron cerco. Aquellos días, no se veía más que muerte, hambre y desolación por todas partes. Y mucha gente del campo había buscado refugio en mi ciudad. Yo ya no resistía más; durante este asedio, en medio de todos mis hermanos, me vino la muerte. Era el 28 de agosto del año 430. Iba a cumplir 76 años.
Una vez muerto, ya no tenía que preocuparme de mí mismo; podía dedicarme enteramente a mis hermanos e hijos, y es lo que vengo haciendo desde entonces. No contemplo indiferente el espectáculo de la historia, como mero espectador; al contrario, veo competir a mis hijos y me apasiono, y no dejo de animarlos, y los aconsejo y ayudo cuanto puedo. Son hijos míos, formamos una familia; sus triunfos son los míos. Es lo que he venido haciendo desde mi muerte: vivir con ellos su historia, ayudarlos en los momentos difíciles, tomar buena nota de sus glorias.
Por eso os las puedo contar ahora: las he vivido y las conozco bien. Y además me gusta contarlas. Que los viejos siempre hemos estado orgullosos de nuestros nietos.
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ÍNDICE DE PÁGINAS: SAN AGUSTÍN
- A. Biografía de Agustín de Hipona
- B. El monacato agustiniano
- C. El árbol que plantó Agustín