Agustín de Hipona es nuestro fundador y el padre de una extensa Familia Religiosa que sigue su Regla, sus enseñanzas y su forma de vida. En estas páginas nos acercamos a su biografía, su sensibilidad, su forma de vida y sus propuestas a hombres y mujeres de todos los tiempos.

La obra monástica de san Agustín desborda ampliamente tanto los límites cronológicos de su vida como los geográficos de su diócesis. Pocas cosas deseó tanto como el florecimiento de la vida común. Durante toda su vida se esforzó por difundirla y perfeccionarla de palabra, por escrito y por medio de sus discípulos. Al morir, escribe Posidio en su vita, “dejó a la Iglesia clero suficientísimo y monasterios llenos de hombres y mujeres que vivían en castidad perfecta” (8). Y ni siquiera la muerte pudo con su afán proselitista. Su palabra ha continuado resonando, con breves pausas, a lo largo de los siglos y todavía hoy encuentra acogida en el corazón de los hombres.

San Agustín y el Niño, de Juan Barba. Parroquia de Santa Rita. Madrid (España).
San Agustín y el Niño, de Juan Barba. Parroquia de Santa Rita. Madrid (España).

Ya de simple sacerdote logró establecer un monasterio en Cartago. Surgió hacia el año 392 al amparo del metropolitano Aurelio, con el fin, entre otros, de facilitar su apostolado intelectual. Los monjes recogerían y remitirían a Agustín la documentación de los archivos y bibliotecas de Cartago, capital administrativa y cultural de Africa.

Más tarde, monjes formados en Tagaste e Hipona fueron llamados a regir diversas iglesias africanas, y casi todos llevaron consigo el ideal aprendido de Agustín. Posidio habla de unos diez:

«A petición de diversas iglesias […], Agustín proporcionó unos diez varones santos, doctos y venerables, a quien yo mismo conocí. De modo semejante, esos mismos obispos, provenientes de la vida monástica, propagaron la Iglesia de Dios, instituyeron monasterios y, creciendo el afán de edificación por medio de la palabra de Dios, proveyeron de ministros a otras iglesias» (9).

Estas promociones episcopales y sacerdotales facilitaron la propagación del ideal monástico agustiniano por diversas ciudades del norte de Africa. Evodio, Severo, Posidio, Profuturo y Fortunato, obispos, respectivamente, de Uzala, Milevi, Calama (Guelma) y Cirta o Constantina (los dos últimos), fundaron monasterios clericales en sus sedes; y alguno de ellos, también monasterios de laicos y de vírgenes. También Novato y Benenato, obispos de Sitifis (Stif, Argelia) y Simittu (Chemtou, Tunicia), dieron vida a sendos monasterios en sus sedes episcopales. No consta que fueran discípulos del Santo, pero sí que mantuvieron relaciones con él. Por su parte, Alipio levantó otro monasterio en Tagaste y a su sombra se cobijaron los fundados por santa Melania la Joven († 439) y su marido Piniano en el año 410.

En Hipona, además de los monasterios ya recordados, existían otros dos. Uno era obra del presbítero Leporio; el otro, del tribuno Eleusino y del presbítero Bernabé. Ambos sacerdotes procedían del monasterio clerical de san Agustín.

San Agustín. Cuadro en Costa Rica.

Las obras del Santo mencionan algunos otros monasterios. Son los de Atanasio y Sebastián, de los cuales no conocemos más que su existencia; y los de Cabrera, que unos identifican con la homónima isla del archipiélago balear y otros con la italiana de Capraia, Cesarea de Mauritania (Cherchell), Adrumeto y Cartago, donde había más de uno. Por Víctor de Vita sabemos de la existencia de un monasterio en Tabarka (Tunicia) hacia el año 455. Excavaciones arqueológicas han descubierto la existencia de otros monasterios en las localidades tunecinas de Ammaedara (Haïdra), Thibar, Thelepte (Medinet el Kdima), etc. También se han descubierto vestigios de probables monasterios en las argelinas de Ain Tamda, Henchir Meglaff y Henchir bou Takrematene, en Henchir Oued y algunos otros lugares de Libia. Noël Duval cree que “prácticamente” no había sede episcopal sin su respectivo monasterio.

La vinculación de estos monasterios con san Agustín variaba mucho de unos a otros. El laical de Tagaste y los dos primeros de Hipona eran obra exclusiva suya. El les dio el ser, la orientación espiritual y la estructura jurídico-material. Otros, por el contrario, sólo mantuvieron con él contactos esporádicos. Este parece ser el caso de los de Cabrera, Adrumeto, Cesarea de Mauritania, los tagastinos de Piniano y Melania y alguno de los de Cartago. Más frecuentes y profundas serían sus relaciones con los fundados por sus discípulos. En cierto sentido, puede decirse que habían nacido y crecido a su sombra benéfica. Sus amigos y discípulos no hicieron más que trasplantar a sus sedes la experiencia vivida en su compañía. Y, al instalarse en ellas, ninguno rompió los vínculos con Hipona. Agustín continuaba siendo el maestro y mentor del grupo, a quien se acudía en momentos de apuro. Las controversias y los concilios facilitaron también los encuentros y, en consecuencia, el magisterio de Agustín.

Estos monasterios no constituían unidad jurídica alguna. No había entre ellos ni reglas comunes ni vínculos legales. Todavía no había sonado en la Iglesia la hora de las congregaciones. Sólo se sentían ligados entre sí por el origen, las costumbres de la época y el común reconocimiento del magisterio de Agustín. Por lo demás, cada monasterio era una comunidad autónoma, que se gobernaba por estatutos particulares y por la legislación conciliar. Los monasterios clericales dependían del obispo diocesano.

San Agustín escucha a San Ambrosio. Santiago Bellido. Valladolid, España.

Gran parte de estos monasterios desaparecieron durante el largo reinado de Genserico (429-477), que se ensañó muy particularmente con los obispos y sus monasterios. La persecución afectó de modo especial a los monasterios de la provincia Proconsular. Los de Numidia, Bizacena y Mauritania escaparon con más facilidad al control de los vándalos, pero a menudo cayeron en manos de los moros y de campesinos exasperados por los atropellos sufridos en el pasado. Hunerico (477-484) fue todavía más feroz. En febrero del 484 cerró las iglesias católicas, destruyó sus libros litúrgicos, confiscó sus bienes, deportó a la casi totalidad de los obispos y “entregó a los moros los monasterios de hombres y mujeres” (10). Gavigan, de quien tomo gran parte de estas noticias, ha calculado que entre los años 430 y 484 el episcopado africano perdió casi cien de sus miembros, descendiendo de 675 a 584 (11).

Pero la persecución vándala no acabó con los monasterios africanos. Precisamente, la de 484 nos descubre la existencia de los de Capsa (Gafsa) y Bigua (Cartago). El primero era un monasterio mixto clérico-laical de la Bizacena, situado en el centro sur de la actual Tunicia y habitado por siete monjes: “el diácono Bonifacio, los subdiáconos Siervo y Rústico, el abad Liberato y los monjes Rogato, Séptimo y Máximo”. Todos ellos sellaron su vida con el martirio y fueron enterrados en el monasterio cartaginés de Bigua. La passio de estos mártires descubre la presencia de resonancias agustinianas en este monasterio o, al menos, en su cronista, quien da comienzo a su descripción con un párrafo de indudable matriz agustiniana: “En esas circunstancias fueron apresados también siete monjes que, haciendo vida común, vivían unánimes en el monasterio, pues es bueno y dulce habitar los hermanos unidos”. Consta también de la existencia de cenobios en una isla del archipiélago Kneiss, en el Præsidium Diolele y Adrumeto, así como del monasterio del abad Pedro, de localización incierta.

Nada se puede afirmar con seguridad sobre el influjo de san Agustín en estos monasterios. Probablemente, sus escritos no estarían totalmente ausentes de sus vidas. En el concilio de Cartago del año 525 el abad Pedro alegó algunos pasajes del sermón 356 en defensa de la autonomía de su monasterio. Otro indicio del probable influjo agustiniano puede ser el interés que algunos monjes mostraron por las cuestiones bíblicas y teológicas.

San Agustín, de Teresa de Jesús Castaño MAR.

Con la aparición de san Fulgencio (462/8-527/33) el influjo de san Agustín crece sensiblemente. Aparece ya en su misma conversión al monacato, causada por una lectura del comentario al salmo 36. Más tarde le imitaría en su celo proselitista y en la nostalgia por la compañía de los hermanos. También él suspiraba por el ocio santo y habría deseado consumir su vida en la soledad, entregado a la contemplación, al estudio y a los ayunos. Pero supo renunciar a estas apetencias e, impulsado por la caridad, se embarcó en multitud de negocios. Al igual que el Hiponense supo armonizar las exigencias de su vocación monacal con las tareas episcopales. En el segundo monasterio de Cagliari (Cerdeña) instauró un sistema de vida repleto de resonancias agustinianas: amor a la pobreza, delicadeza con cada religioso, preferencia por el trabajo intelectual. Pero san Agustín no fue la única fuente de sus ideas monásticas. Hacia el año 496 entró en contacto con las obras de Casiano, que encendieron en él una gran admiración hacia los Padres del Desierto y fortificaron su amor al ascetismo. Su biógrafo Ferrando recuerda también que, contra lo ordenado por Agustín en su Regla (5, 9-11), solía negar las cosas necesarias a los monjes que se adelantaban a pedirlas. Su vida documenta la existencia de diez monasterios situados en Africa, Sicilia y Cerdeña: los del obispo Fausto y del abad Félix, situados ambos a unos 20 kilómetros al oeste de Capsa; el de Silvestrio, situado, al parecer, en la franja costera que va de Iunci (Younga) a Ruspe, Mididi (Medded), Ruspe (Rosfa), Cagliari (2) y los insulares del archipiélago Kneiss y del escollo Chilmi, en la isla Circina (Kerkenna).

Con la muerte de Fulgencio, las tinieblas vuelven a adensarse sobre el monacato africano, sin que los esfuerzos de arqueólogos y epigrafistas hayan logrado disiparlas todavía. Algunas alusiones conciliares y cartas aisladas atestiguan la pervivencia del monacato en Africa durante el siglo vi y hasta permiten localizar algunos monasterios. El panorama cambia en el siglo vii, del que no hay documentación literaria alguna sobre el monacato africano de tradición latina. Los pocos documentos conocidos se refieren todos al monacato griego o bizantino.

Además de los monasterios mencionados al hablar de san Fulgencio, la literatura del siglo vi recuerda algunos otros. El concilio de Cartago del año 525 menciona los de Adrumeto, del abad Pedro, Leptis Minor (Lemta), Ruspe y Baccense o Banense, situado, al parecer, no lejos de Ruspe. De los de Ruspe y del abad Pedro vuelve a ocuparse nueve años más tarde otro concilio de Cartago. Y el segundo quizá existiese todavía en el año 560. Hacia esas fechas Casiodoro menciona un monasterio del abad Pedro situado en la Tripolitania, que quizá fuera el nuestro. También hay pruebas epigráficas bastante convincentes de la existencia de un monasterio dedicado a san Esteban, situado, al parecer, en Kairuan (Tunicia).

En una carta del 550 el papa Vigilio menciona el monasterio Gilitano, situado cerca de Henchir Frass (Tunicia), y acusa a su antiguo abad Félix de no admitir la condena de los Tres Capítulos –el Iudicatum  del 11 de abril del 548– y de hacer proselitismo contra ella. Félix, deportado a la Tebaida por el quinto concilio ecuménico, murió en el destierro el año 555. No se sabe si el monasterio sobrevivió a su abad.

En el año 597 san Gregorio Magno, en carta al obispo Donato de Cartago, habla del monasterio del abad Cumquodeus, que había viajado a Roma en busca de apoyo contra los monjes inquietos y giróvagos, que eludían la disciplina y el castigo escapando del monasterio.

San Agustín. Dibujo, de Rafa Nieto, agustino recoleto.

Nuncto y Donato dirigían sendos monasterios hacia el año 570, en que la inseguridad política y los disturbios sociales les empujaron a emigrar a España. El primero se estableció en Mérida, donde al poco tiempo murió a manos de sus propios colonos. Donato desembarcó en las playas levantinas y, con unos 70 monjes y una rica biblioteca, fundó el monasterio Servitano, emplazado, al parecer, en la actual provincia de Cuenca. Su sucesor, Eutropio, tuvo actuación destacada en el Concilio iii de Toledo (589) y fue obispo de Valencia. No sería difícil que alguno de los códices de Donato contuviera la Regla de san Agustín. Esa presencia explicaría su popularidad en la España visigótica y el origen español de dos de los tres grupos de manuscritos que nos la han transmitido. Un grupo contiene el Præceptum o versión masculina de la Regla y tiene su principal expresión en el manuscrito Monacensis  28118 del siglo ix, en el que san Benito de Aniano reunió las principales reglas monásticas de la antigüedad. El otro, representado por el manuscrito Scorialensis a. I 13, escrito en La Rioja en el siglo x, ofrece el texto femenino de la Regla.

Estos son los monasterios cuya existencia está constatada en documentos literarios. Pero no hay duda de que habría otros muchos. Lo sugieren el florecimiento de la vida cristiana a lo largo de esos dos siglos y los mismos documentos citados, y lo confirman la arqueología y la epigrafía. Con cierto grado de probabilidad se puede sostener la existencia de monasterios en las actuales ciudades argelinas de Timgad y Ksiba, en las tunecinas de Kairuan y Henchir Fellous, y en una isla cercana a Ras Younga, al sur de Ruspe.

Otros monjes africanos se instalaron en Italia y Francia. En Italia se han dado los nombres de Arnobio el Joven, Gaudioso y Habetdeus. El primero vivió en Roma a mediados del siglo v y participó activamente en las controversias teológicas de la época. Más problemático parece el origen africano de los otros dos que actuaron en Nápoles. Genadio de Marsella da noticia de Julián Pomerio, un monje africano que vivió en un monasterio cercano a Arlés a fines del siglo v y principios del vi. Escribió tres libros sobre La vida contemplativa, muy estimados en la Edad Media, en los que se muestra buen conocedor de san Agustín, y el tratado De virginibus instituendis, que, desgraciadamente, se ha perdido. A fines del siglo v fue maestro de san Cesáreo, circunstancia que podría explicar el fervoroso agustinismo de las dos reglas monásticas del Arelatense.

(8) Ibid 31: pl 32, 64.
(9) Ibid 11: pl 32, 42.
(10) Incerti auctoris passio septem monachorum 2: csel 7, 109.
(11) J. Gavigan, De vita monastica in Africa, 9-10.

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